THtaber vivido largos periodos de mi vida en tres Comunidades Autónomas diferentes me permite comprender que las cosas se ven de forma muy distinta según el contexto que te rodea. Aunque los anhelos íntimos de todos los seres humanos se parecen mucho, las características del entorno determinan también la forma de ver el mundo.

En Extremadura (algo más de un millón de habitantes, 2% de la población española), por ejemplo, el entorno rural tiene una relevancia que influye notablemente en la vida de las personas y en el ritmo de la región. En la Comunidad de Madrid (casi 6,5 millones de habitantes, 14% del total), esa realidad es casi inexistente, y en la parte que permanece requiere un tratamiento muy diferente y adaptado al ritmo de los grandes centros urbanos y periurbanos; en Castilla y León (2,5 millones, 5%) los pueblos están mayoritariamente abandonados o despoblados y no poseen, desde luego, el mismo peso social.

Escojo el ejemplo de Extremadura por su singularidad, que consiste en que no ha desarrollado grandes núcleos urbanos que hayan arrastrado masivamente a la población y donde, además, se reivindica con entusiasmo la pertenencia al entorno rural que, así, adquiere un relevante peso político y económico. Y escojo el ejemplo para plantear el tema clave en torno al que giran casi todos los cambios que obligan a una nueva política: la globalización.

La crisis económica que se mostró con virulencia en 2008 nos ha recordado que los países, hoy, se financian pidiendo dinero a los "mercados", es decir, a inversores privados que, en situaciones límite, tienen en su mano --mediante la negación de financiación o mediante la imposición de altos intereses-- el estrangulamiento económico (y por tanto político) de una nación. Inversores privados que tienen como único objetivo la optimización económica de su capital.

XAHORA,x conociendo el estadio de globalización en el que nos encontramos, pensemos en esos inversores privados que miran la evolución de la Unión Europea para tomar sus decisiones. Y pensemos cómo explicarles que tienen que prestar dinero para que en cada pueblo de una región, llamada Extremadura, que reúne al 2% de la población española, haya una escuela, un centro de atención sanitaria y demás servicios que, lógicamente, son "deficitarios" y lo van a seguir siendo. Es fácil pensar lo que nos dirían.

La primera tentación, sobre todo para quienes creemos en el progreso humano y en la capacidad que debemos tener para manejar nuestro propio destino, es pensar en detener y revertir la globalización. Pero la globalización es un proceso histórico imparable, al menos hasta el momento: los pueblos han ido decidiendo unirse, colaborar, incrementar la comunicación y abrir espacios de libertad donde antes había muros y fronteras. Y no parece malo en sí mismo. Pocos expertos afirman, además, que sería posible revertir la globalización (ni siquiera detenerla), en caso de que fuera bueno. Así que se trata de gobernar bien la globalización. De asumirla en todo lo que tiene de positivo y de esquivar los problemas que provoca, mediante un gobierno político global fundamentado en un radical funcionamiento democrático.

Asumido esto, la siguiente tentación es no acudir a esos inversores privados. Pero a día de hoy parece inviable, puesto que el Banco Central Europeo (los países de la UE no tienen ya soberanía para emitir moneda) no tiene determinadas competencias, y aunque así fuera algunos países con mucho peso económico (Alemania, singularmente) no aceptarían generar inflación europea; sus economías se verían perjudicadas para favorecer la financiación de países, como España, más endeudados. La idea de solidaridad europea debería imponerse, pero no está siendo el caso.

¿Qué hacer, pues, si la globalización es irreversible y en ese contexto las naciones soberanas tienen que acudir para financiar sus servicios públicos a inversores privados que solo quieren maximizar sus beneficios económicos? Esta es la pregunta del millón. O una de ellas. Y solo parece tener una respuesta: regular el funcionamiento de esa relación entre los Estados y los mercados.

El dogma neoliberal nos ha inoculado la idea de que regular es recortar libertad, pero todos sabemos que ser libres no significa que no debamos cumplir a diario miles de normas en pro de la convivencia. Todos menos los "mercados". Serán los expertos quienes deban dilucidar cómo llevar a cabo esa regulación, pero somos los ciudadanos quienes debemos exigir con contundencia que un ejecutivo de un fondo de inversión no sea quien tenga en su mano la capacidad de decidir si se abre o se cierra una escuela en un pueblo extremeño.