El año 2011 ha llegado con anuncios de ajuste fiscal. Severas limitaciones del gasto público derivadas de la lucha contra el déficit caracterizarán el panorama político de los próximos meses. Entre las resistencias que nuestros gobiernos, en los tres niveles de administración, tendrán que afrontar, hay una que no por intangible resulta menos poderosa. Nos referimos a la interiorización, en la política y en la sociedad, de un arraigado patrón cultural que identifica la acción de gobierno con el incremento del gasto.

La expectativa de cortar cintas se encuentra bien instalada entre los políticos que gobiernan o aspiran a hacerlo. En fechas aún recientes, hemos tenido una muestra con la apoteosis ferroviaria en Castilla-La Mancha y la Comunidad Valenciana, en lo que sonaba a algo así como una despedida de los buenos tiempos. Somos ya el país con más longitud de líneas de alta velocidad de la Unión Europea (UE), aunque, eso sí, con cifras de utilización que, en el mejor de los casos, no llegan al 30% de las de Francia y Alemania.

Destacaba no hace mucho en Esade el profesor Antón Costas que estas y otras inversiones públicas de los últimos años, como algunas obras aeroportuarias, se han caracterizado por carecer de análisis serios de coste-beneficio. En especial, se han omitido los cálculos sobre costes de oportunidad, que son los de aquello que no podremos hacer por habernos gastado el dinero en esto. Tal vez, en los tiempos que se avecinan, la necesidad de gastar mucho menos nos obligue a estos y otros análisis y, en definitiva, a gastar mejor.

XPARA ELLOx, será necesario que algunas cosas comiencen a cambiar, empezando por algunos sectores del mundo académico o de la opinión que siguen valorando la acción pública en función de lo que se gasta. Diariamente oímos lamentaciones por las reducciones del ±gasto socialO, sin que se nos expliquen ni los beneficios asociados a las partidas que se recortan ni la magnitud de los perjuicios concretos que habrá que afrontar en consecuencia.

Se ha hecho común entre nosotros un análisis de políticas públicas que toma como base la comparación entre el volumen de gasto asignado a tal o cual sector en los presupuestos públicos, sin ocuparse para nada de los resultados obtenidos. Gastamos en educación menos que tal o cual país, clama alguien indignado, y se despreocupa luego de analizar por qué otros países, gastando menos que nosotros, obtienen, una y otra vez, mejores resultados educativos en el informe PISA. La expresión buen gestor ha quedado, en nuestra cultura pública, reservada a la valoración casi despectiva de un gobernante de bajo perfil político.

Entre los ciudadanos, los 13 años de vacas gordas y burbuja del servicio público han extendido una actitud poco exigente en lo que respecta al gasto público y su financiación. Cerramos benévolamente los ojos a la amplia discrecionalidad con que se reparten subsidios y prebendas. Hemos llegado a acostumbrarnos a la existencia de clubs de fútbol profesional subvencionados por comunidades autónomas y ayuntamientos. Nos parece normal la existencia de medios de comunicación públicos convertidos en agujeros negros que engullen cantidades exorbitantes de dinero de todos. No preguntamos demasiado --¿para qué?-- por los costes de la obra pública.

Es revelador que las encuestas de intención de voto en las elecciones municipales de Madrid y Barcelona sean muy favorables para quienes han acumulado una deuda 10 veces mayor, poniendo a la capital al borde de la suspensión de pagos.

El tiempo que viene nos obliga, a gobernantes y gobernados, a cambiar estas actitudes. Será muy importante la cantidad de lo que gastamos colectivamente, pero lo será más aún la calidad de ese gasto. La reducción de los ingresos públicos obligará a seleccionar con cuidado las preferencias. En este período, el apoyo a los más vulnerables, a los más golpeados por la crisis y las políticas destinadas a la reactivación de la economía y el cambio de modelo productivo deben tener la prioridad.

Para los ciudadanos, es el momento de incrementar nuestro nivel de exigencia hacia los gobiernos sobre en qué y cómo se gasta, y valorar los comportamientos políticos por su capacidad para obtener el mayor valor público posible de cada euro invertido, sin trasladar la factura, en forma de deuda, a las futuras generaciones.

Ciertamente, es la hora de líderes políticos capaces de inspirar un proyecto colectivo de salida de la crisis. Pero necesitamos gobernantes que quieran y sepan ser, al mismo tiempo, los mejores gestores de los recursos de todos nosotros.

*Director del Instituto de

Gobernanza y Dirección Pública.