El autogolpe de Estado que dio el sábado el presidente de Pakistán, el general Pervez Mu- sharraf, lejos de enviar un mensaje de solidez, tiene todas las trazas de delatar la debilidad relativa del régimen militar, sometido al acoso del islamismo radical, la presión de sus oponentes históricos, Benazir Bhutto y Nawaz Sharif, y el prurito del Tribunal Supremo de invalidar su elección, el pasado 6 de octubre. A ello debe añadirse la incomodidad de Estados Unidos, que no puede prescindir de Musharraf, aliado indispensable en la lucha contra el terrorismo global, pero que reprueba la asonada, a la vista de que las esperanzas de maduración democrática puestas en Pakistán se han visto defraudadas.

Ni la cadena de atentados de los últimos meses --más de 400 muertos--, con inductores tan poco conocidos como previsibles dentro y fuera de Pakistán, ni la infiltración islamista en los cuerpos de seguridad, que se remonta a los días del dictador Zia Ul Haq (1977-1988), que la consintió, permite a Estados Unidos ser comprensivo con el golpe. Desde que Musharraf se convirtió en socio ineludible en la guerra contra los talibanes (octubre del 2001), la dictadura ha recibido 10.000 millones de dólares en ayuda, en gran medida militar, encaminada a alinear al general en la estrategia occidental, depurar de fundamentalistas el aparato policial y atemperar sus propó- sitos de mantener la competencia nuclear con la India.

El plan no ha sido un éxito, precisamente: los objetivos solo se han logrado en parte, y siempre a costa de otorgar al Ejército un poder arbitral que llena el futuro de incógnitas, porque no otorga estabilidad y da alas a la prédica islamista más incendiaria.