Steve Jobs, del que ya conocemos que escondía bajo su figura pública una complicada personalidad, era desde luego obsesivo y perfeccionista. Por eso se conducía con una permanente y abrumadora atención al detalle, lo que tenía el efecto de llevar con la lengua fuera a su propio equipo y colaboradores, en una carrera contra ellos mismos para satisfacer a su líder. En 2006, con su Iphone listo para salir a la calle, y transformar de paso las comunicaciones como las conocemos hoy, andaba preocupado: las redes existentes en ese momento podrían no ser suficientes para dar cobertura al tráfico de datos que preveía en el uso de ‘su’ dispositivo.

Se unió en esa tarea al gigante americano AT&T, al que sometió a un intenso ‘test de estrés’ sobre sus capacidades. Randall Stephenson, entonces director de operaciones (ahora, CEO), notó enseguida la magnitud del reto, que iba a cuestionar los sistemas, y sobre todo, el tráfico existente hasta el momento. Planificó la respuesta a lo grande… y se quedó corto. Las ventas y la extensión del uso del Iphone provocaron una verdadera revolución en el uso de la telefonía móvil y su conectividad y arrastró en círculo virtuoso a los competidores de la ‘manzana’.

Stephenson, obligado por una nueva realidad, decidió que no cabía poner puertas al campo y trabajó con su equipo en ofrecer al usuario datos ilimitados (y eso con las costosas e ineficientes conexiones GSM y no 4G actuales). Las compañías asiáticas vieron que esa era la opción, perder una línea de explotación para ganar una batalla que se preveía más larga. Solo Europa, presionado por el lobby de las comunicaciones liderado por Ericsson y Nokia, reguló los precios y fijó la imposibilidad de dar datos ilimitados, sino tarifas segmentadas y que variarían entre los países miembros.

Mire ahora su móvil, donde probablemente estén leyendo estas líneas. Es difícil que sea de un fabricante europeo, pero lo que es seguro que lo que hace que funcione, su sistema operativo, no lo es. Y pocos serán los que no tengan ‘tarifa plana’ en los datos, pudiendo ir por Europa sin sufrir costes de roaming. Europa eligió entonces regular, intervenir, no dar rienda suelta al ‘mercado’, con la consecuencia de que esa carrera se perdió irremediablemente.

La semana pasada, la Comisión Europea establecía una multa récord de 4,300 millones de euros a Google, la mayor nunca impuesta. Se hacía por abuso de posición dominante, ya que su sistema operativo para móviles Android está implementado en más del 90% de los móviles existentes en la UE.

En casi todas las noticias al respecto, y en las declaraciones desde Bruselas, se saboreaba el dulce néctar del éxito. Europa mantiene un compromiso con el usuario, y no permite monopolios de las grandes compañías. La gran equivocación en esta multa es que Google no ‘fuerza’ la imposición de su sistema operativo, ni es el único en el mercado ni hace uso de su potencia económica para comprar o integrar competidores. Simplemente, posee el mejor sistema.

Así que no cabe sino pensar que Europa no pretende multar sino ‘castigar’. Es un freno a la utilidad. Google no nació como una gran compañía ni ha conseguido su posición en el mercado con tácticas monopolísticas o anticompetencia (como tampoco lo hizo Microsoft en su momento), ni a través de la estrategia de pactar precios.

Es más, los fabricantes que optan por Android lo hacen porque se ha probado como el sistema más eficiente y Google decidió abrir su código a ingenieros de compañías para que lo mejoraran y adaptaran a sus dispositivos (de hecho, ni siquiera existe una única versión del sistema Android). No porque no existan otras alternativas. Simplemente, son opciones peores.

Aún así, Europa ha preferido implementar todo un castigo a la eficiencia…que no modificará el comportamiento del mercado, porque ya existe la libertad de crear o usar alternativas.

La motivación detrás de esta decisión está peligrosamente cerca de la decisión del gobierno español de establecer un impuesto a las transacciones financieras. Es una ‘interesada’ venda en los ojos, por lo que mueve no es el conocimiento o defensa del mercado, sino el ansia regulatoria. Que, curiosamente, siempre coincide en su término con un tributo o una pena. Una extraña forma de engordar el erario público. Con su conveniente carga ideológica.

Europa encabezó la primera revolución industrial, pero parece empeñada en que su ombligo le deje atrás en las siguientes.