TAtyer se cumplieron 20 años. El 19 de agosto de 1991, Mijaíl Gorbachov se encontraba descansando con su familia en Crimea cuando recibió visitantes en la dacha: las cabezas visibles de un golpe reaccionario que pretendía parar la inevitable implosión de la URSS. Aunque el putsch fue abortado, abrió la espoleta de una serie de transformaciones históricas, entre ellas el fin del mundo bipolar, del que todavía estamos calibrando (y sufriendo) las consecuencias.

Figura trágica la de Gorbi . Los suyos le hicieron la cama, fue débil a la hora de contener a los involucionistas y se enredó en las ideas, en el regreso a la raíz pura del leninismo para transformar al diplodocus soviético. Pero los rusos, hartos de monsergas ideológicas, lo que anhelaban era llenar los almacenes desabastecidos de pan, mantequilla, dentífrico y aspirinas.

Siguió una década de cleptocracia encabezada por Boris Yeltsin y las hienas de la terapia de choque. Una mala receta pergeñada desde Occidente que solo benefició a la clase dirigente administrativa, a la vieja nomenclatura. Tiempos difíciles para la gente de a pie, para los que escriben la letra pequeña de la historia. Me viene a la cabeza Edvard , un ruso serio y muy reservado. Por entonces ya estaba jubilado y se sacaba unos rublos haciendo viajes con el coche. Un día, volviendo del aeropuerto, le dio por hablar; estaba muy orgulloso de su nieta, de cómo progresaba con el piano. Mientras el Lada atravesaba la prospekt Lenin, me contó que, de joven, había trabajado en la construcción de aquella inmensa avenida. De repente, el silencio se espesó como la nieve que caía sobre el parabrisas. El viejo golpeó el volante con un puño y musitó: "¡Yo era comunista!, ¡yo era comunista!". No había ferocidad ideológica en su exclamación, sino la tristeza profunda del hombre al que han arrebatado de repente el país donde había nacido. Y la decepción de quien se ha dejado el pellejo en un sueño para despertar sabiéndose vilmente estafado.