El lunes se jubiló mi primer maestro. El primero, y el más importante de todos ellos: mi maestro de Preescolar, mi maestro cuando era un párvulo. No sé si ustedes le conferirán la importancia que tienen a esos primeros maestros. Pero les puedo asegurar, y así lo certifican incontables estudios, que los profes de los primeros niveles educativos son absolutamente decisivos en la vida de los niños y niñas.

A mí, el mío, el primero de todos ellos, este del que les hablo, me enseñó tanto que sería difícil condensarlo en las líneas de las que se compone esta columna. Pero, por resumir, puedo decirles que sembró en mi mente las semillas del conocimiento; que construyó los cimientos sobre los que habrían de erigirse los saberes de las más diversas materias; que me inculcó valores cívicos de altura, normas de comportamientos social, y el respeto hacia los derechos humanos; que me lanzó, con precisión, las flechas que me llevarían a enamorarme de la lectura, la escritura o la música; y que me enseñó cosas tan esenciales --y tan sencillas y complejas a la vez-- como reconocer mi cuerpo y el de los demás, situarme en el espacio, leer, dibujar, escribir letras y números, anudarme los cordones, colorear, pintar, modelar la plastilina, hacer la voltereta, entonar una canción, silbar, saltar y correr, chascar los dedos, interpretar y dramatizar, reconocer los colores y las formas, diferenciar tamaños, cantidades y pesos, recortar, puntear y pegar, contar, comparar y sumar, deletrear, entender y explicar el significado de infinidad de palabras o recitar una poesía.

Mi maestro, don Antonio, fue uno de los pioneros de la Educación Infantil en este país. Era especialista en Ciencias Humanas, Geografía e Historia, e impartió clases de esas y otras materias durante varios años. Pero, cuando se impulsó la nueva especialidad de Educación Preescolar, no dudó en ampliar sus conocimientos y especializarse también en esa área. De tal modo que, antes incluso de que se implantara de modo general la enseñanza preescolar, él ya comenzó a ejercerla en una especie de programa piloto. Y, fíjense lo que es la vida, que se dio la circunstancia de que tuve la suerte de aterrizar en el colegio cuando él era ya maestro de preescolar. ¿Y qué decir a este respecto? Pues que no puedo hacer otra cosa que darle gracias a la vida y a Dios por ese destino. Porque no hubiera podido encontrar a nadie mejor para que me acompañara en mis primeras andanzas escolares y vitales, para que me guiara en el camino del conocimiento, y para que me enseñase cómo ha de enfrentarse a la vida una persona que aspira a ser buena.

Y sí, es cierto que queda ya lejos aquel noviembre del 81 en que don Antonio pisó un aula, como maestro, por primera vez. Y que han pasado ya muchos años, también, desde que yo tuviera la suerte de encontrármelo como maestro en mi colegio. Pero, ahora que se retira de la actividad docente, no quería dejar pasar la oportunidad de recordarle por todo lo bueno que sembró en tantas generaciones de niños de los pueblos de la provincia de Badajoz en los que ejerció, y, muy especialmente, en los de su Calzadilla de los Barros, en los del Colegio Público Ntra. Sra. de la Encarnación, donde desarrolló la mayor parte de su carrera profesional, dando rienda suelta a su enorme talento, a su gran creatividad y a su bondad sin límites. Así pues, solo me queda desearle el mayor disfrute en esta nueva etapa vital, y decirle, a mi maestro, a mi don Antonio querido (que sé que me estará leyendo): ¡Gracias por todo, maestro! ¡Fuiste, y serás, siempre el mejor! ¡Te quiero, y te admiro, papá!

*Diplomado en Magisterio.