Siempre quedará la duda sobre cuál será el auténtico motivo que impulsa a determinados artistas hacia el ejercicio inútil del graffitismo, algo que degrada en beneficio de nadie. Podría pensarse que detrás se esconde una moda pasajera, o una propuesta de autoafirmación frente a la inanidad a la que está sometida nuestra existencia, o acaso como un modo de expresión basado en la ilegibilidad de ciertos códigos abstractos, o en la búsqueda de la propia identidad que se refleja sin ambages en esos espejos distorsionados que suelen ser las fachadas. Pero lo que sí está claro es que este impulso no es el mismo que sostuvo la mano de quien grabó las inscripciones en la piedra Roseta, pues más que un afán artístico esconde un instintivo deseo de transgresora e ingenua simplicidad naif.

Como si el desparpajo de nuestra civilización pretendiera acabar con los espacios reservados para la creatividad, y el arte necesitara expandirse, dejar la soledad fría y acristalada de los museos y salir a la calle en busca de la belleza espontánea de parques y jardines, para complementar esa estructura inacabada que son los espacios abiertos, infringiéndole a esas páginas en blanco que son algunas paredes, el desfogue incontrolado y abrasivo de centenares de sprays.

Apenas quedan lugares que no hayan sucumbido a esas greguerías de la pintura que son los garabatos, a esa reminiscencia de primitivismo suburbial que se ha instalando en la epidermis de nuestra arquitectura hasta transformarla en algo marginal y cutre, como un movimiento que hace apología de lo feo, de lo vomitivo, de ese malditismo que apela a la construcción de una realidad paralela sustentada en la angustia del propio vacío existencial.

No se trata de cuestionar ningún tipo de corriente estética, ni ningún movimiento filosófico o contracultural, ni el respeto que merece todo aquel que invoca un modo diferente de concepción pictórica en perfecta divergencia con los cánones preestablecidos, sino de preservar esos lugares destinados a que la mirada se recree en la contemplación de lo estéticamente correcto.

Acaso el gregarismo de estas pintadas no sea más que la expresión hacia fuera de un nuevo rito, de un arte sin rostro, sin nombre y sin marchantes, de una rudimentaria horterada carente de buen gusto, o tal vez sólo se trate de un intento más por salvarnos de esa mediocridad estética que hace de los espacios cotidianos algo rutinario, repetitivo y prosaico, como si el lienzo tuneado de nuestras paredes se hubiera convertido el último refugio de una estética deshabitada y vacía, de una oquedad carente de sentimiento y pletórica de desarraigo.

XLA ESENCIAx del graffitismo se fundamenta en lo que nace soterrado, en un lenguaje críptico y marginal, en la expresión de un inconformismo que se manifiesta a través del desgarro y de la rebeldía, una forma de indiferenciado postmodernismo, ajeno a esa concepción oficializada, utilitarista, gremial y mercenaria del arte.

En épocas pretéritas las paredes sirvieron de soporte para el lanzamiento y la difusión de consignas políticas, entonces las pintadas aparecían en el lugar más insospechado y se servía de estos rudimentos con un afán puramente reivindicativo, algo que producía el mismo efecto que una pancarta o unas octavillas, pero de un menor coste económico y de una eficacia más perdurable y dilatada en el tiempo, también era frecuente ver en las paredes corazones tatuados, que anunciaban el inicio de un nuevo amor, algo que el tiempo y la lluvia se encargaban luego de borrar.

El graffitismo es un peldaño más en esta escalada hacia el proceso de uniformidad al que nos somete la globalización, donde se adoptan como propias las extravagancias ajenas, hasta asumir como nuestro un mestizaje de aberrante e indiferenciado colonialismo cultural, auspiciado sobre todo por algunos medios de comunicación.

Pero para ser justos, conviene establecer unas diferencias previas entre ese graffiti elaborado por expertos que contiene tanta calidad artística como la de algunos cuadros, y los garabatos descerrajados de quienes ensucian sin miramientos las paredes y los bancos de los parques; estos últimos, son casi siempre menores que actúan con nocturnidad y sin importarles lo más mínimo el deterioro del paisaje urbano, ni los recursos que, tanto ayuntamientos como particulares, han de destinar para eliminar estas caprichosas huellas incívicas.

Pero alteraciones como éstas van más allá de lo puramente estético, ya que tienen un poderoso efecto de convocatoria, pues este paisaje degradado, produce una sensación de abandono, que se constituye en el ambiente propicio, a cuyo amparo crecen y medran las malas hierbas del vandalismo y de la delincuencia.

Las paredes se han convertido en el último vertedero donde arrojar las excrecencias y las neuras de tanto hastío vital, se escribe en ellas con el mismo desprecio con el que se escupe en las aceras, obedeciendo a un impulso irracional y atávico, como muestra de despego hacia uno mismo y hacia lo que nos rodea.

*Profesor