A veces el humo de lo inmediato nos ciega los ojos hasta impedirnos ver la realidad, y es entonces cuando necesitamos situarnos a una relativa distancia para poder percibir esos ciclos que la memoria nos devuelve rescatados del olvido. Es el caso del programa concurso emitido por una cadena holandesa de televisión, que vuelve a poner de actualidad el viejo debate en torno a los límites que deberían establecerse cuando este medio sobrepasa las barreras de lo éticamente correcto, o cuando bajo el pretexto de sensibilizar y concienciar a la opinión pública sobre el problema de la escasez de donaciones, da una vuelta más de tuerca en su espiral trasgresora, vulnerando de forma gratuita algunas normas básicas como el derecho a la intimidad, el respeto a la sensibilidad del espectador, la preservación de la dignidad personal; y no conforme con ello, en un golpe más de audacia y con un atrevimiento sin precedente, instrumentalizan la escenificación macabra de un aspecto tan íntimamente personal como el de las desgracias ajenas, personificadas en este caso en unos enfermos renales y en la necesidad manifiesta de aferrarse a su única tabla de salvamento; todo ello con la aberrante intención de conseguir unos mayores índices de audiencia.

Al final todo resultó ser el producto de un montaje televisivo, un reality show en el que una actriz, que finge padecer una enfermedad terminal, se ofrece a donar su riñón a aquel enfermo renal capaz de superar una serie de pruebas y ganar el concurso. Cuando las situaciones deleznables de sexo, violencia, abusos y depravación, se manifiestan ya por sí mismas insuficientes, porque han perdido la fuerza arrolladora y explosiva del impacto inicial y van haciéndose rutinarias en el tiempo, cansinas, devaluadas, repetitivas y carentes de morbo, se impone abrir horizontes nuevos en el panorama omnímodo de la telebasura. Donde ya no se respeta el sufrimiento ajeno, ni los sentimientos, ni la ansiedad de personas enfermas, y donde sin el menor pudor se deja en entredicho el prestigio de un país como Holanda, el de su sistema judicial y el de su Gobierno, por haber consentido esta broma absurda. A pesar de ello, todavía existe el pensamiento contemporizador de quienes se empeñan en aferrarse al viejo axioma de que el fin justifica los medios, y disculpan cualquier apelación a los más bajos instintos, al considerar que la pena o la compasión, son razones capaces de generar una respuesta más solidaria. Aunque esto fuera cierto, convendría preguntarse si merece la pena conseguir ciertos objetivos a cualquier precio, si no existen métodos alternativos de similar eficacia, y cuál será el siguiente precio que debamos pagar para tratar de conseguir un átomo más de solidaridad ajena.

DE TODOS es sabido que la televisión ejerce una poderosa influencia sobre la sociedad. Le abrimos confiadamente las puertas de nuestros hogares y ella a cambio trata de manipular y de colonizar nuestras mentes, de elaborar mensajes subliminales con fines estrictamente comerciales, convirtiendo lo superfluo en necesario, y mediante un proceso de hipnosis colectiva es capaz de recrear una realidad paralela en función de nuestras propias conveniencias, donde no se repara en las futuras consecuencias que puede provocar sobre las mentes inmaduras de niños y adolescentes, quienes siguiendo procesos miméticos, pretenden poner en práctica cualquier tipo de fantasía, incapaces de discernir entre lo real y lo ficticio, lo que les provoca una serie de traumas y de conflictos internos.

Los profetas de la justificación, en un intento de minimizar cualquier agravio, se refugian en el discurso de la condescendencia, utilizando el paradigma de la defensa de libertad de expresión, como si este derecho otorgara una patente de corso bajo la cual todo fuera susceptible de ser vulnerado, arremetiendo de una forma descarada y cruel contra parcelas reservadas del comportamiento colectivo. A la televisión, sobre todo a la que tiene una titularidad privada, no se le puede exigir que asuma una función pedagógica de primer orden, porque sus objetivos son otros, simplemente se le pide que no destruya lo que al sistema educativo, a la familia y a la sociedad, tanto esfuerzo les cuesta construir.

Varios han sido los intentos de regeneración televisiva producidos en esta última época, algunos apuntalados por buena fe de los códigos deontológicos, pero que han tenido un efecto efímero, ya que el tiempo y otras circunstancias se han encargado de convertirlos en papel mojado. Por lo que se hace necesario establecer un modelo de televisión donde tengan cabida una serie de preceptos legales, que garanticen la pluralidad informativa bajo estrictos criterios responsabilidad y de control democrático, donde cualquier tipo de incumplimiento sea convenientemente sancionado. Esta regulación no debe confundirse con ninguna práctica antidemocrática involutiva o limitativa de la libertad de expresión, sino que se constituye en la garantía de la libertad en su sentido más amplio.

Muchas veces, alarmados e incrédulos, nos preguntamos sobre el motivo que se esconde detrás de la sinrazón de muchos de los comportamientos antisociales que tan a menudo aparecen en los noticiarios. No necesariamente son consecuencia directa de esta nefasta influencia televisiva, pero sí que algunos pudieran ser hijos de su filosofía trasgresora.

*Profesor