Para cualquier aficionado a la Historia, la Decadencia y caída del Imperio Romano de Edward Gibbon, con sus casi dos mil páginas, es a la vez una delicia de leer y fuente inagotable de reflexiones. Escrito en la mejor prosa inglesa del siglo XVIII, nos recuerda que el bienestar y la civilización nunca deben darse por sentados, y que el ser humano tiende a despreciar lo que tiene por querer más todavía. El destino del Imperio Romano advierte de sus riesgos, milenio y medio después, a la Unión Europea, pues en efecto, aquél era la sociedad más numerosa unida bajo un mismo sistema de gobierno, antes de nuestra comunidad europea.

Del mismo modo que la prosperidad del Imperio bajo la dinastía de los Antoninos (el hispano Trajano, Adriano, Antonino Pío, Marco Aurelio) fue sucedida por tiranos sanguinarios como Cómodo, Septimio Severo o Caracalla, hoy, el sistema de tolerancia y seguridad de Europa se ve amenazada por los aprendices de dictadores, desde Viktor Orban en Hungría a Marine le Pen en Francia, que no esconde su deseo de «destruir desde dentro la Unión Europea». Como entonces, estos tribunos cargan contra las élites de Bruselas para hablar supuestamente en nombre del pueblo, aunque si llegan al poder enseguida forman una élite más corrupta y altanera. Los de Bruselas, claro, no están libres de culpa: el Imperio Romano fue una sociedad envidiable mientras los emperadores mantenían, aunque fuera formalmente, la sumisión al senado, y el recuerdo de la República Romana era venerado. Del mismo modo, la Unión Europea tuvo sus mejores años cuando la socialdemocracia era mayoritaria en los gobiernos y el ideal no era el neoliberalismo sin control, sino equilibrar desde el Estado los desmanes del capitalismo.

El año pasado se publicó un libro colectivo titulado The Great Regression, donde una quincena de intelectuales progresistas (desde el polaco Zygmunt Bauman y el esloveno Slavoj Zizek al español César Rendueles, la francesa Eva Illouz, o la italiana Donatella della Porta) intentaban dar respuestas ante los síntomas (Brexit, triunfo de Trump) de que la democracia liberal podría, a medio plazo, ser sustituida por «algún tipo de populismo autoritario». Algunos de los peligros más temidos se evitaron: en Francia venció Macron y en Holanda la extrema derecha tuvo menos apoyo de lo esperado. Pero si el centro del Imperio aún no ha sido tomado por los bárbaros, éstos, por ejemplo con la entrada en el gobierno de Austria de la extrema derecha, siguen consolidando posiciones, mientras que la mera existencia de Trump da aliento a los aprendices de caudillo.

La extraña familia europea fue hasta hace poco un sueño de libertad e igualdad. Pero ahora resulta que papá Alemania castiga con el látigo a Grecia por elegir un gobierno de izquierdas, mientras que a la ultraderechista Hungría se le consiente todo. Del mismo modo que llegó un momento en que nadie respetaba las instituciones que habían hecho grande a Roma, muchos europeos no aceptan hoy el discurso de que no hay alternativa a un capitalismo sin control. Pero lo que se reprime (el deseo de una sociedad más justa) se pervierte, y las alternativas surgen en forma de nacionalismos: Alternativa para Alemania, la Liga Norte o los independentismos catalán, escocés o corso. Quizá sea el momento de recordar para qué fue fundada la Unión Europea, y obrar en consecuencia.