Aun español de cultura media, entender qué pasa con el cambio climático se le puede hacer bastante cuesta arriba, porque a poco que lea más de una cabecera, encontrará expertos y políticos que rechazan su existencia y especialistas que no sólo no lo cuestionan, sino que además nos alertan de sus consecuencias. No debe ser fácil decidir en qué equipo juegas cuando, no ya el primo de Rajoy, sino todo un presidente de los Estados Unidos como Trump se coloca del lado de los negacionistas, y, junto a él, Bolsonaro. Un señor que subido al estrado de oradores de las Naciones Unidas defiende con una mano los crímenes de la dictadura militar chilena, y con la otra, asegura que el Amazonas, después de días ardiendo, está intacto.

Relacionar las emisiones de nuestros tubos de escape, de las chimeneas de las fábricas, del modelo de ganadería que nos alimenta, de los aviones de bajo costo en los que montamos para conocer mundo con el deshielo de los polos puede resultar una operación compleja. Climatólogos y biólogos hablan de calentamiento global, gases de efecto invernadero, amenazas de seguridad alimentaria, desertización, fenómenos meteorológicos extremos. Alertas científicas que se unen a la de las organizaciones para la defensa de los derechos humanos, respaldadas por el Papa Francisco, cuando hablan de las migraciones climáticas, que desplazan ya a más personas que las guerras.

¿Quién quiere relacionar la cantidad de productos envasados con plásticos que compra en el supermercado con los centenares de inmigrantes que flotan ahogados en las aguas del Mediterráneo? ¿No sería terrorífico descubrir que la forma en que consumimos en países como España está destruyendo regiones enteras de Alaska? Lo peor de reflexionar acerca de ello, de ponerse frente al espejo, es que nos expondríamos a nuestra conciencia. De modo que la ignorancia, la falta de conocimiento y curiosidad se convierten en el mejor parapeto.

Sin embargo, esconderse tras la dificultad de compresión de los términos no va a salvarnos de la condena de nuestros hijos. Los niños a los que hemos insistido en la importancia de lavarse las manos antes de comer, de ordenar su cuarto y mantener limpia la casa, son los mismos que empiezan a preguntarnos por qué somos tan hipócritas, por qué protegemos nuestras casas cuando estamos destrozando la suya. Les basta con poner un pie en la calle para darse cuenta de que quien le abronca por dejar una cuchara sucia en su mesa de estudio, tira la colilla por la ventanilla del coche. Compresas, condones, latas de refresco, envoltorios de helados, correas de coche, calendarios, litronas se han convertido en colonizadores de las orillas del Guadiana, de los arcenes de la A5. Convivimos con nuestra mierda fingiendo que no está, que no importa, que no nos afecta, pero ahí están nuestros hijos recordándonos que las normas que valen para casa, también deben servir para la calle.

De entre ellos, y encabezándolos, una niña sueca, de 16 años, con Asperger: Greta Thunberg. La conocerán porque ha asistido a la Cumbre del Clima en Nueva York y sabrán más de ella que de los compromisos y desacuerdos con los que ha concluido. Porque los medios y las redes se han centrado en su cabreo, en señalarla como la niña enrabietada que grita a los políticos, que les interpela desde el enfado, la niña que no sonríe porque está furiosa. Y es cierto, Greta está enojada con los políticos que desde hace años conocen las amenazas y las consecuencias del cambio climático y no hacen nada. Y ese cabreo va en las dos direcciones, porque ellos, los que sujetan las riendas del mundo no pueden soportar que una cría se ahorre las sutilezas en su discurso, que no deje un hueco a la esperanza o al humor. Greta se ha pasado por el forro todas las convenciones del patriarcado, su definición de lo femenino, y se ha erigido no sólo en la voz de los jóvenes indignados, también en bandera de las mujeres hartas de guardar las formas porque no quieren ser vistas como peligrosas, incompetentes o locas. ¡Grita, Greta, grita!

*Periodista.