No cabe en cabeza humana que en los tiempos que corren la Virgen de Monserrat pudiera estar adscrita a una diócesis aragonesa, o que la Virgen del Pilar estuviera bajo la jurisdicción eclesiástica catalana, o que Santiago, la Virgen del Rocío o la de Covadonga pertenecieran a diócesis de comunidades limítrofes, merced a una configuración territorial del mapa eclesiástico elaborada en base a criterios de una época pretérita.

La zonificación eclesiástica no tiene que estar supeditada o coincidir con la administrativa, que es más moderna y se rige por parámetros diferentes. Sin embargo el que la patrona de Extremadura y de la Hispanidad pertenezca a una diócesis foránea, supone una contrariedad, una marginación y un trato discriminatorio hacia los extremeños, como si no nos asistiera el derecho de que algo tan emblemático para nosotros tenga una adscripción autóctona, como si los cien años de patronazgo y los incontables de vinculación histórica no significaran nada a los ojos de quienes tienen la autoridad y la responsabilidad de corregir este anacronismo, como si las consideraciones esgrimidas por otros tuvieran mayor consistencia que las alegadas por esta comunidad.

XESTA FALTAx de sensibilidad hacia la reivindicación de los extremeños es una espina que se clava en lo más hondo, por lo que significa de colonización caprichosa y de humillación innecesaria, algo que nos retrotrae a la arbitrariedad de una mentalidad anclada en lo antiguo; que demuestra desinterés y falta de sintonía con los sentimientos, las inquietudes y las aspiraciones de esta tierra.

Independientemente de la creencia que cada cual profese, la Virgen de Guadalupe es una parte consustancial de Extremadura, un capítulo de nuestra historia y un legado de tradición y de cultura. Por eso cuando una autoridad tan representativa como el nuncio de Su Santidad en España dice desconocer este asunto, una sensación de decepción, de escepticismo y de ira recorre la espina dorsal de nuestros sentimientos, porque un proceso que presumíamos ya iniciado, era tan solo una añagaza y un pretexto con el que mantenernos entretenidos y engañados. Un tema secundario e irrelevante en la repleta agenda de tan altas jerarquías, lo que evidencia que carecemos de la relevancia suficiente como para entablar este tipo de batalla, o que no hemos hecho lo necesario para que la cuestión trascienda, por eso convendría que desde las instituciones, asociaciones culturales, civiles y religiosas se elaboren estrategias encaminadas a abrir una grieta en ese muro de intransigencia, y no tanto por el proyecto en sí mismo, sino por lo que de subordinación y sometimiento representa para nosotros.

Vivimos una época dominada por el pragmatismo de lo tangible, donde es frecuente anteponer los asuntos reales a la metafísica de lo etéreo, pero la identidad de un pueblo no se fragua solo a golpe de leyes, de estatutos o de festejos folclóricos, sino desde esos hilos invisibles que se van trenzando con el paso del tiempo hasta formar esa urdimbre interna e imperceptible que hace que personas heterogéneas, distantes y plurales se arracimen y se sienten atraídas por una causa común, movidos por un deseo de pertenencia colectiva.

Para consolidar ese sentimiento, los extremeños necesitamos contar con un armazón sólido, basado en el respeto y la consideración, algo que empieza por sentir aprecio por nuestra cultura, nuestras tradiciones, nuestra historia y nuestros símbolos, saber poner en valor a nuestros deportistas, a nuestros artistas, a nuestros intelectuales, a nuestros políticos, a nuestras ciudades y monumentos, a nuestros productos y en general a todo lo que esté relacionado con esta tierra y con sus gentes. Para eso conviene erradicar ese deje de residual localismo que aún pervive de manera subliminal en alguna de nuestras formas de pensamiento, y que se manifiesta en envidias, suspicacias y rivalidades, como si lo único importante fuera ese espacio inmediato que se abre ante nuestros ojos y que nos impide a veces evolucionar hacia estadios de superior integración.

Muchos de los litigios administrativos se resolverían fácilmente si fuéramos capaces de despojarlos de la capa de intereses espurios y prosaicos en la que vienen envueltos. Porque la mayoría de los toledanos no siente hacia la advocación de Guadalupe, ni la vinculación ni el apego que experimentan los extremeños, y los únicos impedimentos que están detrás de esta negativa obedecen más a cuestiones de tipo pecuniario que a condicionamientos históricos o inmateriales.

Para promover un mínimo cambio a tan elevados niveles se requiere de procesos largos, trabados y laboriosos, para los que conviene armarse de paciencia. Pero para no caer en la desesperanza y sucumbir ante el desafecto que generaron las palabras pronunciadas por el nuncio, Extremadura necesita una mínima señal, un gesto que marque un punto de no retorno a partir del cual tengamos la certeza de que el proceso de nueva adscripción se ha puesto en marcha.

Porque Extremadura no precisa de decreto alguno para confirmar lo que todos sabemos, que Guadalupe ha sido, es y será, algo que pertenece por derecho propio a nuestro acervo cultural, histórico y religioso, y mientras la humana justicia dedica su tiempo a estudiar el asunto, los extremeños seguimos en el empeño de abrir caminos hacia las Villuercas.