Al unísono. Las nalgas se movían acompasadas con los sones de un musical que andaban canturreando. Un paso de baile abortado quizá. O simplemente un regodeo en la calidez de sus cuerpos, buscándose en el frío de la calle. Ella tenía la mano derecha asiendo el borde del bóxer de su novio, levantando un poco la ropa. La de él se marcaba completa bajó el bolsillo trasero del vaquero de ella. Incluso se intuía un ligero palmeo cuando la estrofa se repetía, más rítmica. Se detienen y los brazos, que se cruzaban en la espalda, se abren para abrazarse. Se besan sujetándose la cara, para no dejarse escapar. Para insistir en el gesto. La mano izquierda de ella está enfundada en un guante de ante, rojo.

La derecha de él, en una guante de cuero. Las otras dos guardan aún intacto, el tacto de su piel. Manos intencionadamente desparejadas para alcanzarse, para erigirse, no en pareja, sino en uno solo. Basta un solo guante de cada mano cuando el refugio está asegurado, a buen recaudo en el bolsillo del otro, en su cuello, en su costado. No hay temor a la ventisca. Estás dentro. Me gusta más esta explicación que de repente surge al contemplarlos, al misterio de los guantes huérfanos. Una versión más reconfortante que la de un atajo de despistados, a las multitudes con prisas. Al día siguiente de la tempestad, caminando en la nieve, andaba despistada sin decidir qué camino coger.

Todas las esquinas blancas parecen iguales, ya saben. Al levantar a vista, un guante fosforescente en una intersección, a lo lejos, parecía señalar una dirección con un dedo ausente. Sin nada que perder, ni siquiera el tiempo, porque la vida en la ciudad se había detenido, seguí su marca, que me regaló un instante de magia. Un sendero de frutales que ya apuntaba primavera, bajo la escarcha.

Al poco, otra bifurcación y un nuevo guante, de neopreno negro, plantado, vertical, a punto de dar la señal de listos, en el comienzo del carril que, alrededor del lago, siguen los corredores y que hoy deja ver, vacío, su belleza. Solo para mí. Los pies se entumecen, y el viento sacude los copos de las ramas azotando la cara. Escapo y, en el asfalto, un guante de lana pequeño, de rayas de colores, resalta sobre el gris, apenas unos pasos mas adelante, ya en la acera, uno largo, verde lima, con botones en raso que debieron abrochar la muñeca, parece desmayarse ante la puerta de una pastelería, un fantasma de delicada tibieza en medio del temporal.

Dentro, el horno se abre con perfume de tarta de zanahoria. Y los cristales se llenan de vaho, custodiando a los amantes del parque que, en la mesa del fondo, enlazan sus manos esta vez desnudas del todo, mirándose.