Antes fueron los espías y los soldados, que se extralimitaron en sus actuaciones, recurriendo a la tortura y/o el menosprecio, y mancillaron la imagen de EEUU. Ahora les toca el turno a los guardias de la embajada norteamericana en Kabul, pertenecientes a una empresa privada de seguridad, cuyo comportamiento, entre borracheras y abusos de sus ayudantes afganos, provoca una especial repulsión. Sabíamos que la soldadesca, si no está bien encuadrada y dirigida, propende al exceso o puede caer en la degradación, o que los espías se esconden detrás de un muro de silencio. Pero la privatización de la seguridad, invento más que discutible dentro de EEUU o en misiones lejanas, no exonera al Estado de su responsabilidad. La decisión de sacar a subasta el sacrosanto monopolio de la violencia puede tener efectos desastrosos. El escándalo que acompaña a la Embajada en Kabul, convertida en un búnker fragilizado por la ebriedad o la lascivia de sus guardianes, compromete al Departamento de Estado y se infiltra insidiosamente en el debate político-estratégico que aguarda a Obama para decidir sobre la guerra en la que puso todo su empeño. La Casa Blanca y sus aliados esperaban que las elecciones de Afganistán sirvieran para legitimar su tarea, pero los fraudes evidentes y las demoras injustificadas en el escrutinio alarman a los observadores.