TCtomo nuestro país se ha convertido en un todo a un euro de la estulticia, parece que ya nada puede extrañarnos, pero aún quedan resquicios para que se cuele el más difícil todavía. Aquí levantas una piedra y te salen un truco o trato, dos o tres sálvame de luxe y un torero que ve normal ejercer su oficio con un bebé en brazos. Las posibilidades para los tontos son infinitas. Si quieres casarte puedes elegir entre bodas por la iglesia en las que ninguno de la pareja es creyente, bodas por lo civil que tratan de parecerse a las de la iglesia, bodas balinesas y juramentos sacados de los pensamientos más profundos de Twitter.

Si quieres bautizar a tu hijo puedes hacerlo de forma religiosa o laica, e incluso creo que antes de morir puedes ser grabado para que tus allegados pulsen el play delante de la tumba y escuchen tus palabras sobrecogidos. El campo de la estupidez es amplio y tiene continuas ramificaciones. Lo único que no está permitido es no seguir las reglas del juego.

Si no eres creyente pero te casas por la iglesia, tienes que ser respetuoso, y si bautizas de forma laica a tu hija, no esperes que el agua sea del Jordán. Las reglas están para cumplirlas. Ahí está Eurovisión, ese festival que está con nosotros desde que éramos niños, ese altar del despropósito que nos hace gracia porque suele cumplir lo que esperamos. España vota a Portugal, las repúblicas bálticas se hacen la ola entre ellas, y Chipre siempre pierde, todo ello entre patadas al diccionario y estilismos imposibles. Pero si vas a lanzarte al universo sin fin de la tontería, tienes que ser tonto, no moderno, por más que a veces sean palabras sinónimas.

España puede presentar grupos penosos o cantantes magníficos, de esmoquin o descalzos, manejando barcas o batiendo palmas, pero si vas a un concurso que ya era viejo cuando los tiranosaurios poblaban la tierra, no cantes en inglés. Puestos a reírnos delante de la pantalla, preferimos al menos, entender la letra. Déjennos ese capricho.