XAxprovechando un viaje a Madrid de esos en los que uno coloca a los hijos en aviones rumbo a un aprendizaje rápido, eficaz y efectivo del inglés en un mes, o sea, pura y cara engañifa en la que caemos muchos todos los años, como quiera que la partida fue temprana, propuse a mi mujer darnos una vuelta por el Museo de Arte Reina Sofía y dejar Ikea para cuando nos compremos la casa en la playa y el Corte Inglés para cuando Saponi y las Carmelitas se pongan de acuerdo, que viene a ser algo así como para nuestra siguiente existencia. Me gusta el Reina Sofía porque es un museo joven, abierto tanto a las novísimas tendencias como a los clásicos más cercanos. En estos momentos, por ejemplo, y hasta septiembre, una completísima exposición antológica de Juan Gris permite pasear por el cubismo de la mano de quien fuera uno de sus máximos representantes. En otra sala, un menos conocido Massanet nos lleva del Bosco al surrealismo en un camino todavía más claro que el que se percibe en Dalí . Casi nada. Desgraciadamente, mis últimas visitas han sido siempre apresuradas, con el tiempo justo para ver alguna muestra especial y salir pitando. Por no ver, ni siquiera había visto el Guernica desde su traslado del Casón del Retiro, junto al Museo del Prado. Pero esta vez podía, pude y lo hice. Lo hicimos, mejor dicho, porque siempre lo hemos visto juntos, mi mujer y yo. Y nunca podemos evitar cogernos de la mano y sentir un escalofrío. ¡Hay tanta vida en ese cuadro sobre la muerte!

El Guernica fue, a mis 20 años, el icono de una generación, de una lucha, de una posición y de una oposición a un régimen, a una sociedad, a un modo de vida que nos venía impuesto en la memoria y se nos quería imponer para el futuro. Algunos lo clavamos con chinchetas en la pared de nuestra habitación junto con el Che Guevara y ese Einstein horrorizado de su responsabilidad indirecta en Hisoshima o Nagasaki. Era una marca de identidad, un desafío chulesco, si se quiere, pero sincero y rotundo, a la autoridad. Como lo era el pelo largo, la barba descuidada, la bufanda enorme, la trenka, el pantalón de pana o las botas de piel vuelta. Como ese libro prohibido que compraba uno y leíamos cuarenta. Como las manifestaciones o la asistencia a determinadas conferencias. Tonterías de juventud, que dicen ahora algunos necios. Tonterías que a más de uno le costaron media vida y a otros la vida entera.

Cuando vi el Guernica por primera vez, casi recién traído a España, sentí la emoción que sentimos todos los que, de una u otra forma, nos habíamos implicado en la lucha por las libertades y por la democracia. Más que el recuerdo de una guerra que la dictadura nos había colgado como una losa sobre nuestras jóvenes cabezas durante su larguísima existencia, ese cuadro era la confirmación internacional de nuestro nuevo caminar: El mundo creía en nosotros.

No había vuelto a verlo. El domingo pasado, cuando nos colocamos ante él, fue auténtico orgullo lo que sentí. Porque el Guernica no es sólo un grito desgarrador contra la muerte y la destrucción que provoca la guerra, cualquier guerra. Allí, frente a nosotros, estaba también nuestra juventud, nuestra lucha, nuestra libertad: nuestra generación.

--La primera vez que lo vimos no estaba así, ¿verdad? --se asombró mi mujer--.

--No, claro. Entonces estaba protegido por un cristal y con dos guardias civiles con metralletas, uno a cada lado. Por miedo a los fachas.

--¿Y por qué ahora está libre y sin nada más que esta valla de veinte centímetros?

--Porque los españoles ya somos mayores de edad.

Y se me ocurre ahora: ¿Por qué no se lo enseñarán a los excursionistas manifestantes antes del griterío? A veces un cuadro ayuda a pensar...

*Profesor