Las decenas de iraquís muertos en el atentado dirigido contra el ayatolá Mohamed Baqir al Hakim certifican que en el caos de Irak conviven una lícita resistencia contra los ocupantes extranjeros, el terrorismo y la simiente de una guerra civil. El asesinato de este clérigo emblemático del shiísmo y gran enemigo de Sadam Husein incluye la blasfemia de haber sido perpetrado en un lugar santo del islam, pero resalta también la reiterada imprevisión de Estados Unidos para evitar golpes de mano así.

Al abatir a quien criticaba los ataques a las tropas estadounidenses, la violencia sectaria empuja a Irak hacia la libanización y la balcanización. Ante la creciente anarquía, el gobierno de Washington empieza a expresar vacilaciones sobre sus objetivos, el gasto y la duración de la ocupación militar. Una vez repartido en su casa el negocio de la reconstrucción y controlado el petróleo iraquí, Estados Unidos busca ahora apoyo, así como carne de cañón sustitutoria, para proseguir su operación colonial. Quiere el respaldo de la Organización de las Naciones Unidas, pues eso le proporcionaría legitimidad internacional, pero no lo logrará mientras persista en su negativa a compartir con ella la autoridad sobre lo que debe hacerse a partir de ahora en Irak.