TLta larga trayectoria política de Alfonso Guerra es, en cierto modo, una mise en abyme de la política española. La narración del político andaluz es un mapa casi calcado del "manual de estilo". En su momento de mayor poder, su vicepresidencia representó un ala de su ideología que se movía entre un revanchismo mal disimulado y la arrogante construcción de estructuras que se supeditaran mejor a intereses que al servicio público. Para nada exento de inteligencia táctica, y buen conocedor de lo que los españoles esperan del poder, supo ganarse el respeto de una figura que inspiraba temor. Después, el de un veterano curtido en mil batallas.

Poco importó las enormes sombras entre las luces de su carrera, y que fuera epítome de una corrupción familiar y sistemática que le rodeó durante años. Su retirada (o paso al costado) ha sido tan plácida como él mismo quiso que fuera. Tampoco se le escapaba la potencia de la palabra, de la frase soltada en el preciso momento en que cala en nuestra memoria colectiva. Y su pensamiento se tradujo en muchas sentencias, que siguen hoy vivas. Pero ninguna más vigente y con mayor capacidad de síntesis que aquella de que, en España, "Montesquieu ha muerto".

Si tenemos los políticos que nos merecemos como una representación exacta de lo que somos como sociedad, da para un debate extenso. De lo que no tengo duda es de que existe un hooliganismo político en una gran parte de votantes, que alienta las tendencias inmovilistas o autoritarias en los partidos. Un paseo por las redes sociales da para mucho, y entre eso para sentir escalofríos de vez en cuando. Ahora se entienden mejor la proliferación de condiciones, líneas rojas, vetos, bloqueos y demás muros de contención que nos lanzan, carne cruda, desde ruedas de prensas todos los días.

XUNA LEYx aprobada sin el apoyo del partido en el poder es posible y habitual en democracias consolidadas como Estados Unidos o Suecia. Coaliciones de gobierno basadas en el cumplimiento de un programa específico, publicitado y negociado con luz y taquígrafos, han sido reales en Dinamarca o Alemania. Esos procesos nos son aquí completamente extraños, rozando los límites de la extravagancia. Si hay algo lamentable es que nuestra configuración constitucional y parlamentaria nos permite hacer, exactamente, lo mismo. Nuestro estilo político decide jugar de contrapeso.

Porque definitivamente Guerra no ganó una batalla, sino que hizo honor a su apellido. La clase política española ha desperdiciado una (doble) oportunidad de mostrar una flexibilidad política y de dejar atrás imposiciones y resquemores atávicos. Pero no ha sido así. Manca finezza , dirían algunos. Ojalá, pero la razón es más prosaica que una mayor o menor falta de cintura negociadora.

Lo sabía Guerra cuando se cargó a Montesquieu . La razón es el poder. Un poder que en España no se ejerce para servir, sino para ser servido. Si algo tienen en común los ejemplos de pactos políticos antes mencionados, es que trazan la nítida separación del poder legislativo del ejecutivo. Algo que aquí parece anatema. Ya no digamos nada del judicial, la puta por rastrojo de la democracia española, donde todos los partidos (aspiran a) meter mano.

Para perpetuar estructuras, jugar a los intereses creados, dominar el aparato (económico, no olvidemos) del Estado, es necesario el poder político. En solitario o en verdadera connivencia con otros. De ahí declaraciones como las de un Rajoy que se desmiente en unos días (pacto con Ciudadanos) o en cuestión de horas (investidura de diciembre). O del (silencioso) Iglesias que, prácticamente en su primera comparecencia institucional, se puso a hacer cuentas de la lechera con un poder que repartía desde la posición del que reparte.

El objetivo es el poder. Así que puede no extrañar que la supeditación de poderes al gobierno haya sido una constante. Y que las apelaciones a la democracia nazcan con la soga del pragmatismo que da alcanzar el sillón.

El inmovilismo es y será tendencia. Las posturas pesan y pesarán más que las razones. En los síes y (especialmente) los noes hay cuestiones que poco tienen que ver con lo que les interesa a los que votan. Pues habrá terceras o cuartas. O las que quieran.

"La verdad en un tiempo, es un error en otro. Y viceversa". (Montesquieu).