Las cercanas elecciones vienen precedidas por un enarbolado paroxismo en la configuración de la cantera de los partidos combatientes por los escaños. Combatientes, que ya no competidores, pues el lema olímpico por excelencia Citius, altius, fortius!, que bien podría encontrar su sitio entre aquellos a los que encargamos la encomiable tarea de guiar un país, parece haberse teñido de cierto amarillismo, dejando de lado tal honorable misión por conseguir ganar, pullazos y codazos mediante y desestimando la brillante oratoria deliberativa de la que, en ocasiones, hemos disfrutado aunque se tratase, disculpen la expresión, de mera vaselina, que tenía igual función pero con mucha más clase. ¿Para qué perder el tiempo en escuchar y contraargumentar si se puede insultar y menospreciar?

Por otra parte, la presentación de la configuración de los partidos políticos parece un elogio al quién da más, con cada vez más inauditos fichajes sorpresa. Son tan efectistas que, la verdad, agrisan a cualquier alineación deportiva. Y lo más lamentable es que simplemente se trata de la coherente respuesta mediante una escucha activa al electorado, cada vez con menor criterio y con mayor respuesta al efectismo. Tenemos lo que merecemos.

Así pues, y haciendo uso de diversas tácticas psicológicas, no por conocidas o simplonas menos eficaces, se diseñan las acciones estrategias. La que parece ser la baza de oro en esta campaña es el peso del atractivo de la fuente, que garantiza un mayor poder persuasivo por dos razones. La primera, porque una fuente atractiva puede determinar que se preste atención al mensaje, con lo que se consigue abrir la puerta: el paso más importante. Además, está probada su influencia en la aceptación de la información, mucho mayor incluso si viene acompañada por la identificación con los valores, ideales o deseos de los receptores. ¡Perfecto! ¿A quién queremos atraer? ¿Cuál es nuestro target? Y embebidos por la pasión nos olvidamos de aquello mucho más sabiamente cotidiano de zapatero a tus zapatos mientras asociamos con alegría y beneplácito que el que lo hace bien, por ejemplo, en una cocina, un ruedo, un plató o el espacio, lo hará igual de bien en política, porque de eso se encarga ya el sesgo provocado por el efecto halo.

LA CREDIBILIDAD de una fuente se fundamenta en dos pilares, sinceridad y competencia. Somos conscientes de que intentar considerar la primera en el panorama político es mera utopía. La ciencia, por el contrario, nos indica con el modelo de la probabilidad de elaboración que cuando el tema es de poca relevancia personal se opta por la ruta periférica, dejando en que sean otros mensajes y no el principal, los que le den la clave de la confianza. Son fundamentales también la educación, ocupación y experiencia. Retomando el párrafo anterior, los puntos fuertes se nos presentan en la idealización de la ocupación como proyección de los deseos de logro que canalizan la admiración llevándola a terrenos mucho más persuasivos y aprovechables, políticamente hablando.

También es conocido que para que el atractivo de la fuente llegue a influir tiene que ser claramente perceptible, y está probado que la importancia es mayor en medios visuales o de interacción. ¡Ningún problema! Centramos nuestra acción en ellos, porque además hay más inputs de entrada y se puede disfrazar la futilidad del mensaje en los efectos de periféricos. Es importante destacar que las investigaciones de Petty y Wenneger demostraron que el atractivo de la fuente ejercía mayor influencia cuando el conocimiento referente a la actitud era bajo y la relevancia del tema también era baja. El primer requisito está satisfecho en cuanto a las vías de entrada principales de la información de los partidos y generación de la opinión en las franjas de mayor impacto: redes y audiovisuales, canales miméticos y fácilmente sugestionables, con escasa introspección y análisis crítico pero mayor afiliación y seguimiento de liderazgos superficiales.

Los datos nos indican que el 70,4% de los españoles manifiestan que la política les interesa más bien poco o nada, y eso a pesar de las conversaciones en el bar, en el taxi o en las salas de espera y si, además, sobre este porcentaje aplicamos a su vez el 70% de participación en las últimas elecciones, los números resultantes son escabrosos en cuanto a quién vota y el interés real que se tiene en los resultados, más con la desconfianza generalizada que ya existe y, aunque el 80% de la población afirma tener su voto decidido antes de la campaña electoral, eso tampoco mejora demasiado la cuestión.