Obama ganó las elecciones de Estados Unidos postulándose como el reverso del belicista George Bush, pero al final este país siempre cae ante la misma piedra por su incorregible tendencia a demostrar a la fuerza que es el gallo en el gallinero, incluso en gallineros ajenos.

Obama, a quien teníamos por un mesías redentor, un apóstol de la paz, nos remite ahora a un pasado reciente promoviendo una guerra que nadie quiere, que nadie comprende. Aún no ha aprendido que su nación, para evitar males mayores, debería abstenerse de entrar en guerras bajo (casi) ningún concepto. Pero siempre habrá armas que servirán de excusa para el empleo de más armas: si antes eran "de destrucción masiva", ahora son "químicas". Cambian las definiciones, cambian las motivaciones, pero los resultados devastadores vienen a ser los mismos.

Siria es un avispero de muerte y destrucción desde hace dos años. Si tanto le preocupa a Obama la masacre de vidas humanas, ¿por qué ha tardado tanto en proclamarse a favor de esta guerra? A estas alturas, con las sangrías de Irak en nuestras retinas, al presidente de Estados Unidos le va a resultar difícil vendernos la idea de que un conflicto bélico pueda repararse con otro conflicto.

Nadie quiere la guerra, decía antes, ni siquiera --lo estamos descubriendo día a día-- la ciudadanía estadounidense, que afortunadamente ha decidido corregir la postura belicista de su presidente. Obama ganó las elecciones de Estados Unidos postulándose como el reverso del belicista George Bush, pero ahora parece obvio que le dieron el Premio Nobel no porque fuera un hombre de paz, sino para que lo fuera.