La dramática pandemia que nos azota plantea a las industrias farmacéuticas el reto de conseguir cuanto antes un tratamiento que nos proteja del virus agresor. Este reto, que se disputa contrarreloj, conllevará la gran recompensa de la patente para el laboratorio que primero obtenga la vacuna. Logrado este objetivo, quedará por resolver el gran dilema de alcanzar de una forma óptima el equilibrio entre satisfacer los intereses económicos de los titulares del invento y poder administrar a todo el mundo el remedio, dado que es previsible que el país fabricante exija cubrir primero sus necesidades, cosa que ya se anuncia con la vacuna del coronavirus.

Las patentes conllevan un derecho patrimonial para los que dedican tiempo y recursos a la investigación. Se trata de un instrumento necesario para impulsar la innovación tecnológica y el desarrollo económico. Pero el reconocimiento de este monopolio provoca duras críticas en algunos sectores, y de forma particular entre los países del Tercer Mundo, que se consideran marginados por parte de los más industrializados, ya que en muchas ocasiones los altos costes vedan la utilización masiva de medicamentos patentados.

La explotación de una innovación tecnológica cualquiera no plantea demasiados problemas (por ejemplo la patente de un motor o el invento español de la fregona). Pero estando en juego la salud la cuestión es más difícil de solventar. El derecho a la protección de la salud aparece recogido en la mayoría de las constituciones y en numerosos convenios internacionales, entre los que podemos citar el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1996. En el ámbito de la Unión Europea un Reglamento dispone la concesión obligatoria de licencias de patentes para la fabricación de productos farmacéuticos destinados a la exportación a países con problemas de pandemia.

Nuestra Ley de Patentes recoge la obligación de que todas las patentes se exploten satisfactoriamente. En el caso de que no sea así, se prevén dos procedimientos para conseguir la utilización efectiva. Uno, la expropiación por razones de utilidad pública o de interés social, que requiere una justa indemnización. Y dos, la posibilidad de someter cualquier patente al régimen de licencias obligatorias cuando exista una insuficiente explotación o las necesidades de abastecimiento del mercado no estén cubiertas.

CON ESTAS premisas, está claro que, en el supuesto de vacunas con patente española o europea, disponemos de mecanismos legales que permitirán un uso idóneo del medicamento de forma tal que cubra las necesidades de todos los ciudadanos. El problema se suscita cuando la vacuna está amparada por una patente extracomunitaria. En esta hipótesis la normativa europea no es de aplicación, por lo que la adquisición del invento quedará sometida a las estrictas leyes del mercado y a que el país fabricante autorice las exportaciones.

Por esto algunos critican el derecho de patente. Se arguye que más que servir para la transferencia de tecnología, es un instrumento que impide el uso de la tecnología por parte de terceros, problema que es más grave para los países en vías de desarrollo. En el lado opuesto, los defensores de las patentes argumentan que estimulan la actividad inventiva y el progreso técnico. La investigación y la innovación exigen inversión. Y esta no existe -salvo que se financie por filántropos- si no hay posibilidad de enjugar los recursos invertidos.

Se trata de una eterna controversia. Hay argumentos jurídicos y económicos a favor y en contra de las patentes. El Convenio de París sobre patentes proclama los principios de ‘igualdad de trato’ y de ‘derecho de prioridad’ para los países subdesarrollados, pero la práctica se reduce a la negociación económica que permita a un país utilizar una patente extranjera.

Esta cruda realidad nos lleva a concluir que el fomento de la investigación pública debe ser una prioridad de todos los Estados en aras a alcanzar el objetivo fundamental de hacer avanzar la ciencia. Y, en casos como el que nos atemoriza en estos momentos, de prevenir episodios de crisis sanitarias. La inversión en investigación no es un lujo. Es una imperiosa necesidad.

* Catedrático de Derecho Mercantil