De insensata puede calificarse la última irrupción de José María Aznar en la campaña electoral al acusar al presidente del Gobierno de alentar un clima similar al que precedió a la guerra civil. Seguramente, el diccionario contiene adjetivos más adecuados para aplicarlos a quien quiere alentar las más bajas pasiones y desafiar el juicio de los mejores especialistas en la materia. Pero quizás acudir a un léxico más preciso obligaría a cruzar el límite del buen gusto y del respeto a los muertos en la tragedia invocada por Aznar, un ejercicio que él parece dispuesto a practicar, pero al que la mayoría renunció hace muchos años. A estas alturas de nuestra democracia, solo historiadores de la derecha desbocada siguen empeñados en presentar el Gobierno legítimo de la República como responsable de la degollina que llevó al poder a la peor tradición cuartelera y ágrafa de la España profunda. Mal concepto tiene Aznar de los votantes del PP si cree que encarnan el espíritu de quienes secuestraron el Estado durante 40 años y esperan sus discursos incendiarios como agua de mayo.

La tradición reserva a los exjefes de Gobierno un lugar alejado de las disputas políticas cotidianas para preservar su legado. El camino elegido por Aznar es el contrario desde que sostuvo que los votos que no sean para el PP harán posible la presencia de ETA en las instituciones, una afirmación propia de un hooligan o un agitador profesional. Acaso procede así porque quien desoyó a la mayoría de sus compatriotas y dio su apoyo a la guerra de Irak y, meses después, envolvió en toda clase de falsedades los atentados del 11-M, ha llegado a la triste conclusión de que no le queda herencia política que proteger.