Acaban de empezar estas fiestas y ya nos sentimos empachados de celebraciones. Ante la saturación de melosos telefilmes y películas de infantiloide ambiente navideño en las teles, siempre nos queda el recurso de zapear desesperadamente, o mejor aún, cerrar el televisor. Si en estas fechas nos vemos en el compromiso de asistir a alguna de las comidas o cenas de empresa, de trabajo, de antiguos alumnos o de amigos y defensores del urogallo pirenaico, solo nos salvará un oportuno costipado con evidentes síntomas de un gripazo de los que contagian. O sea, la excusa perfecta: lo más prudente es quedarse en casa. Escaquearse del amigo invisible es más complicado. La de amistades que se han roto por su culpa. ¿A quién se le ocurrió semejante idea? ¿Por qué se ha convertido casi en una tradición, aunque sea más nociva que la de las campanadas? Afortunadamente, ya estoy jubilada. Y dejo lo peor para el final: pretender comprar alimentos normales en cualquier comercio grande o mediano es misión imposible. Los turrones han desbancado a las galletas. Patos y perdices se han cargado a los pollos y conejos. Los besugos miran por encima de sus agallas a las humildes sardinas. Los langostinos sobreviven a duras penas la desleal competencia de langostas y centollos... Sin embargo, me gusta la Navidad. La que, tras la Lotería, comienza en Nochebuena y acaba con los Reyes Magos, que ojalá nos traigan muchas sonrisas y también ilusión.