Escritor

Qué placer. Qué grata experiencia. Una sesión de masaje te deja los músculos más elásticos que las profecías de Nostradamus. Yo he encomendado mi espalda a una fisioterapeuta jovencísima armada de diez jacintos rosados que donde se posan despiertan el delirio. Nunca en una primera cita me sobó mujer alguna tantos músculos flácidos. Y ni siquiera conozco su nombre.

La técnica es más o menos como sigue: tú te tiendes boca abajo sobre una camilla y ella va desatándote los nudos de los músculos con un arte aprendido en las covachuelas de los palacios de Fumanchú; extraña confluencia de placer y dolor, es cierto, pero al menos se lleva uno un atracón de silencio y treinta minutos ideales para dejar que la mente vuele a su albedrío. Me sorprende, a primera vista, la cantidad de aparatos sofisticados que llenan el local. La mayoría de ellos destinados al cuidado, no de la salud, sino de la estética. Cámaras de rayos uva, vibradores que combaten la celulitis, botes de potingues para contrarrestar las arrugas, para la limpieza de la piel, para cambiar el color del pelo, para la depilación indolora. Sospecho que he entrado sin saberlo en el laboratorio donde fabricaron a Michael Jackson. Ya no me inspiran tanta confianza las manos pajarinas de la masajista. Pero ella, como va a su aire, me cuenta la evolución del negocio, cómo de un tiempo a esta parte la mitad de la clientela son chicos jóvenes que se depilan y se acicalan y se doran la piel con tanto fervor como las chicas. Sus confesiones hacen que yo me vaya sintiendo cada vez más mayor, más perdido entre las sábanas de la camilla, más fuera de onda entre los dedos de esta ninfa, más lleno de nudos y contracciones. Y sus manos y el silencio y los botes de potingues me traen a la memoria El hombre bicentenario de Asimov. Ese cuento de robótica que muestra en un puñado de páginas los cambios que puede llegar a sufrir la sociedad en 200 años.

Es obvio que Asimov vio claro que el futuro de los varones pasaba por sucumbir al mercado de la cosmética. Y si nada lo remedia, va a salirse con la suya. La literatura suele allanar el terreno a la vida. Y lo tristemente gracioso es que ocurrirá lo de siempre, que los chicos acabarán adoptando todos estos tics como algo propio, como bandera generacional, identificándose con la imagen de tribu que otros habrán ideado para ellos. Incluso, si alguien les preguntara, responderían sin asomo de pudor que lo hacen porque ese es su gusto, que les asiste el derecho a maquillarse, a depilarse, a estar bronceados, a ensuciarse la piel de tatuajes, pues en nada son inferiores a las mujeres, ni siquiera en el dudoso afán por sacarle filo al sex appeal ".

Y el caso es que deben tener toda la razón, puesto que ese es el sentir de la gran mayoría.

Mientras tanto, la masajista parece estar inquieta por el largo silencio en el que nos hemos enfangado. El brillo acuoso de sus ojos me hace temer lo peor. Y como nunca me defraudan los malos presagios, mirando golosamente el boscaje negro de mis brazos, me pregunta si apetece una depilación. Por supuesto, yo respondo tímido, pero firme, que no, que me gusta así, piloso y fiero, como me parió mi madre. Defraudada, ha dejado clara su frustración en un bufido cuyo significado es que sobre gustos no hay nada escrito. Pero si lo piensa uno sinceramente se da cuenta de que sobre gustos sí que está todo escrito en los libros de economía y de márketing. Somos vida que se consume consumiendo; pero me cuido de no decirle nada a la masajista, para que siga taciturna tecleando sobre mis vértebras una sonata silenciosa con sus dedos jóvenes.