El coronavirus se expande por territorios acomodados poniendo de manifiesto un fenómeno extraordinario: las criaturas que allí viven, habituadas a la placidez inmutable de un confort ilusorio, ahora se encuentran inmersas en un estadio de miedo sobrenatural. Conducen carros repletos de garrafas de aceite y papel higiénico, y se empujan unos a otros por el último frasco de gel antiséptico. Los profesionales de la salud se afanan en ofrecer información tranquilizadora: «Hay que seguir fuentes fiables», nos dicen, pero el miedo es cegador y se propaga indiscriminadamente. Adictos al control, ahora pretendemos extenderlo hasta el marco de la biología, pero la desconocemos profundamente. ¿No es, quizá, el temor que exhibimos estos días comparable a la incertidumbre de los que hace décadas que, confundidos, huyen de injusticias? Desgraciadamente, el miedo nutre la competición, el «yo soy más listo que el hambre», y no la reflexión. Sigamos alimentando nuestro miedo, que las empresas sanitarias harán su agosto: ya crecen como setas las pruebas de detección por la módica cantidad de 300 euros. ¡Qué indecencia! El «no nos merecemos nada de esto» que resuena en la fila del supermercado es una mera ilusión. Dependientes como somos de soluciones inmediatas y de rutinas estructuradas, ahora temblamos de pies a cabeza. Cuando la incertidumbre llama a la puerta, crece la alerta desproporcionada y los discursos de ciencia ficción, y así se exhibe, sin pudor, la enfermedad del siglo: la intolerancia a la incertidumbre y la intransigencia con la frustración. La histeria que se deriva ya se extiende más deprisa que el virus mismo.