XExs justamente famosa la expresión de Virginia Wolf "una habitación propia" para referirse a ese espacio íntimo y personal, mucho más que un mero cuarto de trabajo, donde el escritor, en este caso, va avanzando a tientas por el camino de su obra, un sendero que él mismo va abriendo, en plan aventurero, a medida que avanza. Como en todo lo que tiene que ver con los autores y con los libros, no hay poca literatura acerca de ese mágico reducto. Siempre me han llamado las exigencias extremas de esos poetas y novelistas que dicen necesitar un lugar específico, siempre el mismo, y, allí, la misma mesa y, cómo no, la misma silla para poder escribir.

Uno se dice que tantas manías no son sino torpes maneras de encubrir determinadas carencias. A lo mejor me equivoco. Lo que parece claro, a mí al menos, es que quien tiene algo que decir, forzado por la necesidad, tendrá que decirlo y para eso no valen caprichos de divo ni otras lindezas. En ese trance poco importa que el instrumento sea una pluma estilográfica Montblanc, un utilitario bolígrafo o un sencillo lápiz y que el papel sea nuevo o usado, de la Casa Guarro o de uno de esos folios baratos y de baja calidad que venden en las tiendas de "Todo a un euro". Viene todo esto a cuento de una visita casi clandestina que hice hace unos días al sanctasanctórum del poeta José Antonio Zambrano. Digo "casi clandestina" porque a pesar de que me guiaba Isabel, la protagonista de su libro Amor mío, la vida, entré en esa habitación como quien dice de puntillas, de una forma más bien secreta y oculta, por usar los términos que gasta el diccionario para el término, con el temor o la veneración de quien sabe que ingresa en un espacio, digamos, sagrado. Aunque leo a Zambrano desde hace muchos años y le conozco y admiro desde hace otros tantos, nunca había imaginado al poeta escribiendo en ninguna parte. En realidad me pasa como a Gil de Biedma, a los poetas me los imagino leyendo, no escribiendo. Ese me parece su verdadero oficio. No obstante, conociéndole, no me extrañó entrever en la dulce penumbra la mesa grande y en orden, perfectamente adaptada a su inveterada constancia; la silla sin apenas respaldo, innecesario para quien está inclinado escribiendo; las amplias estanterías de madera oscura con libros elegidos y cuidadosamente colocados. Puedo asegurar que no permanecí dentro más de un minuto. Tal vez si hubiera estado él delante... Confieso que me gustó aquella estancia. Al salir, mientras esperábamos a que volviera del trabajo para comer juntos, no pude por menos que comparar de memoria nuestros distintos escenarios. Uno, que años atrás tuvo también su "habitación propia", hace tiempo que carece de ella. Mi rincón de trabajo, ante una ventana cubierta con un estor que da una calle ruidosa, sin más vistas que las del edificio de enfrente (para que luego me acusen de "rural"), es sólo una parte del salón de la casa que, como no podía ser de otra manera, está forrado también de estanterías con libros. Ninguna de sus puertas permanece nunca cerrada y, mientras trabajo, con una capacidad de abstracción que me asombra, puede pasar a mis espaldas casi todo. La familia entera, por ejemplo, porque éste es un lugar de paso, y, sin ir más lejos, cualquier burrada inimaginable porque tengo la televisión a unos pocos metros y, a ciertas horas, suele estar incluso encendida. Al fin y al cabo, ya se aclaró, lo que importa es que haya algo que decir. Lo que no obsta para que se esté lo más cómodo posible para hacerlo. Por ahora, la soledad y el silencio, tan indispensables para leer y escribir, los encuentra uno en medio de la compañía y el ruido. Vamos, que me dan un cuarto propio y lo mismo me transformo en un Bartleby .

*Escritor