Profesora

Reconozco que no entiendo nada de fútbol y menos de su gracia para mover tan elevadas sumas de dinero. Los sueldos de los jugadores me parecen un total desatino si se comparan con otros salarios y responsabilidades. Y eso a pesar de que los euros son medida en lo universal y existen muchos beneficiarios del sistema si creemos a sus defensores.

Confieso, sin embargo, que suelo leer las crónicas deportivas. Me gustan los artículos plenos de épica de los periodistas cuando detallan con palabras certeras la estrategia del juego, la habilidad de los jugadores, el objetivo de los lanzamientos, la vehemencia y la vida, en fin, que fluyen por el campo durante los partidos.

Una competición deportiva cualquiera es un eterno símil de la vida, la ética y la estética esparcidas al desaire, como los confites en los bautizos de nuestra niñez. Con una belleza que dimana de la lógica de las cosas, de saber que la causa y el efecto se relacionan. También del conocimiento de una estructura donde cada pieza tiene su sitio en el engranaje. Y es un placer apreciar la inteligencia cuando rige la acción hasta conseguir unos fines.

Las palabras tienen, si están bien escritas, la potestad de convertir un mero espectáculo en algo poderoso y trascendente, o descafeinarlo hasta lo mínimo según las circunstancias. Consiguen enaltecer las esencias o arrinconar su simbología. Se elevan sobre los propios hechos y los conservan para siempre.

Asisto a los actos en recuerdo de la muerte de Salvador Allende con una mezcla de sensaciones agridulce. Cada uno de los que pertenecemos a mi generación recordamos de una manera particular e indeleble todo lo que ocurrió (o quisieron contarnos) el 11 de septiembre de hace treinta años en Chile y la sensación que muchos desde la distancia tuvimos de fracaso y frustración.

Murió entonces Allende y como tantas otras veces en la historia sus enemigos se elevaron con el santo y la limosna durante tiempo y tiempo. Amén de otras consideraciones, el hecho en sí pone nuevamente sobre el tapete la vieja pregunta sobre si merece la pena el sacrificio de un hombre a favor de un pueblo, sobre todo cuando éste tarda tanto tiempo en reaccionar.

Bien parece mantener viva la memoria como bien está el que algunos jóvenes de ahora tomen las letras de las canciones guerrilleras de entonces y las canten nuevamente con brío, pero ya no es posible repetir las viejas vivencias ni tampoco muchas de las antiguas ilusiones que llenaron el mundo y la educación sentimental y política de hace treinta años sobre todo cuando el corazón ha tenido que acostumbrarse a otras modas y usos para no fallecer de golpe en nuestra maravillosa sociedad.