Hacerse a los caminos como quien se hace a la mar. Como quien se hace pájaro para volar. Como quien desescombra a un hombre en ruinas. Hacerse a este rincón con la impedimenta de unos versos que se han ido a descansar para que yo pueda amueblar con prosa esta Casa a las afueras.

Contra todo pronóstico uno ama sin saber muy bien qué ama y por qué; desde cuándo y hasta dónde. Contra todo pronóstico uno se aburre profundamente de cosas que ayer resplandecían en la ventana de los días. La arboleda de papeles quiere componer el bosque perfecto, sin embargo, no es a capricho que la palabra justa brota a tiempo. Levanto la persiana y cambia la forma en la que miramos la vida. Toca por fin hablar de nosotros: labradores, lugareños, jornaleros, cultivadores, horticultores ... alborotadores de paz en trashumancia hacia un incierto destino.

Hasta esta Casa a las afueras llega el retumbar de los tractores, como si una invasión de soldados desafiantes se dispusiera a derribar la fortaleza de Moncloa. El campo ruge como la marabunta y en Madrid se echan a temblar los manzanos del jardín. ¡Qué osadía la de estos muchachos! ¡Tan llenos de olores de los montes! Traen la mirada vacía como esos pueblos en los que habitan, aran y cosechan.

El Gobierno sopesa el alcance y los daños que traerá esta incómoda algarada rural. ¡Agitación! ...dicen. ¡Sublevación agraria! Dicen. Es un rugido que viene de lo hondo; un lamento campesino con mucha más enjundia y repercusión que cualquiera de los excesos políticos independentistas al uso. Tanta retórica del odio, para concluir -estúpidamente- que el campo es de las derechas o tiene ideología de salón.

«Coliflor, batata y calabacín» dice mi amiga que va a comer. ¡Bendito sean los frutos del labrador! Mientras tanto, a lo lejos, quema el asfalto; se dibuja en el aire contaminado de la ciudad un traqueteo de tractores invasores. Esa agitación que, dicen, merodea por el Congreso, no es cosa que asuste a los extremeños pues es la música clásica del campo.

Sería para mí Brahms los días de invierno; Vivaldi en primavera; Chopin en otoño y Elgar en verano. (No son días de «Pompa y circunstancias» para el Reino Unido). Barber cualquier día del año para visitar la Lorera de la Trucha, en Alía. Sibelius para coger criadillas. Y Haendel por encima y debajo de los abedulares. Prueben a visitar el Almez de Lugar Nuevo, en Serradilla, escuchando «Sarabande» de Haendel sin soltar una sola lágrima. Imposible. O los cedros de Gata escuchando «Serenade» de Schubert. «Silencio»... de Beethoven. Por el surco germina un tremolar de campesinos dolientes.

No llueve pero diluvia en Twitter donde toca intimidar a quien altere el guión político de los de siempre. Por suerte mi arboleda deja caer palabras como bellotas, igual que bolitas de aceitunas. Allí, donde el olivo, debajo de los fresnos, a los pies de los quejigos o entre los madroños, ha de estar la palabra que busco. Me agacho para recogerla, la miro y la limpio de hojarasca, de bichos y tierra fresca. La echo en mi cesta e inicio el ritual de la recolección. Voy muy contenta con mis palabras apiladas; brotes de bosque camino a su floración.

Algunos días escribo como quien compone una sinfonía sin partitura y se aleja de ella para que otros la interpreten. En la obertura está el dolor. En la rosa deshojada, magullada por sus propias espinas. Nadie sabe de ese mínimo quebranto. Sostengo que para escribir es necesario haber recorrido primero, singladuras tales como la prudencia o el sigilo. Transitar después florestas y humedales para encontrar la palabra extraviada, arrancada como una dríada del bosque. Y por último la rama rugosa que permita engarzarlas.

Hacerse a los caminos, en fin, con la misión de recoger el ganado, la siembra, ser hombre de campo y recoger primaveras.

*Periodista.