La resolución de la peripecia vital y política de la activista saharaui Aminetu Haidar ha sido un éxito del Gobierno por más que haya quien intente dar la impresión contraria. El solo hecho de que Haidar se encuentre en El Aaiún y haya abandonado la huelga de hambre es suficientemente expresivo de que, con los tira y afloja propios de situaciones como la vivida durante un mes, las cosas se han hecho razonablemente bien. Y, de paso, han quedado rebatidas algunas opiniones aventuradas referidas al compromiso de Francia para lograr un desenlace satisfactorio y a la incapacidad de España de gestionar el problema.

Lo que ha sucedido es que Francia y Estados Unidos han echado mano de su influencia en el palacio real de Rabat para desatascar la situación. Algo que a la postre ha sido tan determinante como la discreción de Miguel Angel Moratinos a la hora de mover los hilos sin herir el orgullo marroquí ni dañar las relaciones, necesariamente armoniosas, que España debe mantener con su vecino del sur.

Si alguien creyó que solo era aceptable una solución que entrañara la claudicación de Marruecos, demostró tener un desconocimiento absoluto de los datos esenciales de la crisis planteada. Porque tan cierto es que el contencioso del Sáhara moviliza los espíritus en España como que hace lo propio en Marruecos, pero por razones opuestas. Porque si entre nosotros es mayoritario el apoyo a la autodeterminación saharaui, en Marruecos lo es el convencimiento de que el Sáhara forma parte del reino y la única concesión posible es hacer de aquel territorio una provincia autónoma.