Ha pasado un año desde el devastador terremoto que asoló Haití y dejó 250.000 muertos. Tras estos 12 meses el país sigue en el año cero de la reconstrucción. Más de un millón de personas malviven en mal llamados campos de refugiados con una insalubridad y una inseguridad absolutas, víctimas de atropellos y violaciones. Un brote de cólera ha causado más de 3.000 muertos. Y para empeorar una situación ya de por sí degradada, el país se dirige a pasos agigantados al caos generado por un vacío de poder. La primera vuelta, en noviembre, de unas elecciones presidenciales para las que no había las mínimas condiciones se saldó con acusaciones de fraude y sin un vencedor neto. Ahora, ni siquiera hay fecha para celebrar la segunda vuelta.

¿Cómo es posible que la comunidad internacional haya sido incapaz en un año de acudir a las necesidades más primarias de un país de 10 millones de habitantes y una superficie menor que Galicia, pese a unas promesas de ayuda valoradas en 2,8 millones de dólares y a la presencia y compromiso, al menos de palabra, de personalidades como Bill Clinton? Reconstruir después de una catástrofe siempre es difícil. En el caso de Haití, parece incomprensible que ni siquiera se hayan retirado la mayor parte de los escombros. Las autoridades locales, los países donantes, la ONU, las oenegés... todos quedan en entredicho. Ya nadie se acuerda de aquella idea inicial de aprovechar la reconstrucción para levantar, ahora sí, un Haití mejor. El país caribeño ha perdido no solo el presente. Está perdiendo el futuro.