El horror permanece en las pantallas porque es de unas dimensiones que no se agotan en unos cuantos telediarios. A la muerte y a la devastación sucede la violencia: Estado fallido es la nueva terminología para las sociedades sin estructurar. Y el trabajo que hay por delante en Haití, para convertir ese país en un Estado transitable, durará por lo menos una década, si el mundo no se olvida de la cenicienta de América. Cuando se apaguen los televisores, la tragedia alcanzará continuidad.

La Unión Europea estrena estructuras políticas derivadas de la vigencia del Tratado de Lisboa. Necesita demostrar al mundo y demostrarse a sí misma que su futuro es posible, más allá de unos postulados teóricos. Nada mejor que aceptar el reto que le brinda el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon : liderar la reconstrucción de Haití. El nuevo mundo se está dibujando en una nueva correlación de poder en la que incluso Estados Unidos, de la mano de Barack Obama , ha entendido que los valores de la vieja Europa que detestaban Bush y Rumsfeld son imprescindibles en el nuevo equilibrio mundial. No queda mucho tiempo para ocupar silla en la nueva geopolítica. Y a la necesaria e imprescindible solidaridad con Haití se acomoda la urgencia de que la Unión Europea demuestre que su proyecto de una política unitaria está ya engrasado para operaciones estratégicas y de emergencia en donde el Viejo Continente deje de ser el niño protegido por Estados Unidos como herencia de la guerra fría.

La eclosión de las nuevas potencias --China, la India, Brasil, y Rusia-- hace que la política internacional no tenga solo un padrino, gendarme del mundo y bombero de las catástrofes. En medio de una crisis económica que amenaza con repetirse en ciclos cada vez más cortos, los mecanismos de cohesión europeos son la única arma para que el crecimiento sea sostenible y las políticas europeas tengan una sola voz y un solo mando. Haití es al mismo tiempo una obligación y una necesidad para Europa.