El Rey constata la falta de acuerdo y aboga por una campaña austera, cuentan los titulares. Y yo, puestos a abogar y a pedir peras al olmo, lo que quiero es que me convaliden la campaña, sin más, como dice mi hermana Carmen , lúcida como siempre. Acabamos de pasar una hace nada, la aprobamos con creces y ahora nos piden que repitamos curso así porque sí. Pues no, solo faltaría eso.

Todavía tengo presente el día del examen final. Era domingo y llovía a mares, una de esas mañanas tristes recuerdo de noviembre, después de unos días de diciembre luminosos y claros. Acababa de morir mi padre (aún duele escribirlo, mucho más pensarlo) pero allí estuvimos todos, sorteando charcos y arrastrando los paraguas, los votos y la pena. Y ahora me vienen ustedes a decir que de aquellos lodos vienen estos polvos, y que las ferias van a teñirse otra vez con sus megafonías y sus carteles.

No, por Dios, ya tengo bastante con el tapicero, el chatarrero y el coche anuncio para que ahora vuelvan a martillearme con sus consignas. Que me las sé, me las he sabido siempre. Solo cambian la música y a veces la foto, pero el mensaje viene siendo el mismo. Además, después de arrastrar nuestros votos por el fango y reírse en nuestra cara de las ideologías que según todos ya no existen, tienen la desfachatez de volver a llamar a mi puerta. Que no, hombre, que no, ya me tienen harta con sus alegorías de patio de colegio y sus metáforas manidas. Convalídenme la campaña. Yo ya superé los créditos desde aquella lejana vez en que voté contra la OTAN, con el mismo resultado que ahora, o sea, ninguno. No me apetece ver sus caras sonrientes (pero de qué se ríen si no de nosotros) ni sus banderas de colores (si han pintado el futuro negro) ni vaciar la cabeza para que me la llenen de palabras huecas. Para eso, ya tengo el centenario del pobre Cervantes. Nos quejábamos de que no se iba a celebrar y ahora nos sale por las orejas. Si es que no tenemos término medio, ni aurea mediocritas, ni sosiego. No me esperen en junio. Qué hartazgo.