El desastre ocurrido el 15 de abril, que amenazó durante horas la destrucción total de la Catedral de Notre Dame de París, ha tenido, sin embargo, un efecto beneficioso: ¡nos hemos enterado de que el mundo está lleno de dinero! ¡cuando lo reclamemos para, por ejemplo, las pensiones, no nos podrán decir «no hay dinero»! ¡claro que hay!

Ha tenido que producirse un incendio en uno de los iconos de selfies y tarjetas postales para que se haga visible una realidad de la que no se habla: corren ríos y ríos de dinero por las venas del planeta Tierra.

Normalmente tiene más fuerza el agua que se lleva los cadáveres de los inmigrantes que se quedan flotando en alta mar que los ríos y ríos de dinero que podrían evitarlo. Lo habitual es que los niños que se mueren de hambre cada día no tengan la fortuna de ver llegar a sus vidas ríos y ríos de dinero. Señoras y señores... ¡Hay dinero! ¿Y ahora qué?

Estoy plenamente comprometido con la cultura. Es mi vocación y mi profesión. A mí también se me encogió el alma cuando vi las imágenes de Notre Dame ardiendo. Cuando se destruye un átomo de cultura se pierde también un átomo de todos nosotros. Me invade la tristeza cuando pienso en el inmenso patrimonio que se perdió en la Biblioteca de Alejandría a causa de saqueos, incendios y guerras; también incendios y la Guerra Civil acabaron con el 90% del cine mudo español y me estremezco cuando lo pienso.

A mí lo que me extraña no es que el mundo se movilice para que Notre Dame se reconstruya. Lo que de verdad me extraña es que el mundo no se movilice para que se reconstruya la humanidad. Esa humanidad que se volatiliza cuando dejamos morir niños de hambre, familias enteras en el mar o centenares de miles en guerras innecesarias.

Los recientes conflictos bélicos del Norte de África y Oriente Próximo se han caracterizado por el empeño en borrar huellas culturales de, al menos, tanto valor como la catedral de Notre Dame. Hablamos de la mezquita de Djingareyber, en Tombuctú (Malí), destruida por los yihadistas de Ansar al Din durante el segundo semestre de 2012. Hablamos de los restos arqueológicos de Nimrod (Irak), ciudad construida en el siglo XIII a.C., dinamitados por el ejército islámico en los primeros días de marzo de 2015. Hablamos de las ruinas de Hatra (Irak), del siglo III a.C., arrasadas por el islamismo radical el 7 de marzo de 2015. Hablamos del templo de Baal Shamin, del siglo II a.C., en Palmira (Siria), volado el 23 de agosto de 2015 después de que los terroristas ejecutaran públicamente al arqueólogo supervisor de las excavaciones.

Cada átomo de esta cultura es tan nuestro como cada átomo de Notre Dame. Ni los medios de comunicación le prestaron tanta atención a estos desastres ni la ciudadanía pareció conmoverse de la misma manera ni los millonarios del mundo fueron tan prestos en su solidaridad.

Las incómodas preguntas que como especie humana nos obliga a realizarnos esta cruda realidad tienen una respuesta muy sencilla: no valen lo mismo unos seres humanos que otros. No vale lo mismo el patrimonio histórico de Irak que el de Francia, ni vale lo mismo un inmigrante sirio que uno español.

Entre el 15 y el 18 de abril se ofrecieron donaciones para la reconstrucción de Notre Dame por valor de 850 millones de euros. Esto tiene nombres y apellidos: Bernard Arnault (Louis Vuitton, Moët Chandon) prometió 200 millones; los Bettencourt Meyers (L’Oréal), otros 200 millones; François-Henri Pinault (Gucci, Yves Saint-Laurent, Balenciaga), 100 millones. Me gustaría que Arnault, Bettencourt y Pinault respondieran por qué valen más las piedras de París que los seres humanos de Siria.

Hay dinero, claro que hay dinero. Y mucho. La cuestión es dónde está, quién lo tiene y para qué se usa.

El sábado 20 de abril, los llamados «chalecos amarillos» volvieron a sacar 28.000 manifestantes a las calles de París. Esta vez, entre sus reivindicaciones: «Millones para Notre Dame, ¿y los pobres?». No deja de ser interesante que ningún partido político español haya levantado la voz contra esta flagrante contradicción, y que este grupo francés de presión política, que amará su catedral lógicamente más que nosotros, haya puesto los puntos sobre las íes. Pero de esto hablaremos otro día.