TLte habían advertido de que no caminara por la orilla del mar, porque resultaba peligroso. Sin embargo, aquellas primeras horas de la mañana eran las más dulces, las aguas estaban tranquilas, como si las olas arrastraran la pereza de una labor que les resultaba monótona y la brisa era tan suave que parecía la que definió Rubén, como la "de pausados giros".

De repente, muy cerca de la orilla, se tropezó con un reluciente melocotón. Tenía un apetitoso color ambarino, y parecía un regalo de los dioses matinales. Se lo llevó a la boca, sin advertir el fino hilo casi invisible con el que estaba sujeto y, nada más morderlo, sintió el tirón del anzuelo, que le desgarraba el paladar, se introducía dolorosamente entre los dientes, y, lo peor de todo: le arrastraba hacia las aguas, y él sabía que eso suponía la muerte por asfixia. Soportó con viveza el desgarrón en la boca, y se resistió a ser arrastrado, pero cuanto más se resistía más laceraba el anzuelo en la boca, más desgarros le producía. Por un momento, aunque el anzuelo seguía terriblemente incrustado, parecía que quienes tiraban del hilo se habían cansado. Casi estaba a punto de sentirse a salvo, cuando un nuevo tirón, mucho más brusco y salvaje que los anteriores, le arrastró hacia las aguas de la orilla. Intentó resistirse, pero la boca era un amasijo sanguinolento y ya no le quedaban fuerzas, así que, medio desmayado por la tortura del anzuelo en la boca, fue arrastrado hasta las aguas, donde unos peces, lo mostraron a sus hijos, le desclavaron el anzuelo y lo volvieron a arrojar a la orilla. Y allí quedó, tendido, agonizante, hasta que murió, porque le había faltado el oxígeno durante el tiempo que había estado bajo las aguas. Espero que en Cataluña se prohíba enseguida la pesca con anzuelo, y así nos convenceremos de que detrás de la prohibición taurina sólo existe amor a los animales y no esa lectura politizada que muchos mal pensados -entre los que me incluyo- sospechamos.