Abrir un libro para que al menos se abra un lirio.

Abrir el alma y escribir, para retrasar el hecho de morir... es acaso el mejor viaje y no empeñarse en este mar de dudas con sus dunas.

En esta geografía de merindades sin merino corren los virus a placer, como si fuéramos a ser testigos de un tiempo envenenado en el que se borran las fronteras a golpe de muertes y enfermadades nuevas. El mal no conoce territorio alguno ante el que frenar sus afiladas garras y así va, desbocado por el remanso de nuestras pantallas táctiles que regurgitan dolor en milésimas de segundo, como si lleváramos en las manos el gran sumidero del planeta.

Observo el cuenco de mis manos y tengo “lo absoluto” a mi alcance: cada novedad, cada última hora, cada urgencia, el último minuto de TODO, los latidos del niño que está por nacer, el portazo de un rey destronado...

Todo pasa por el cuenco de mis manos y, a un simple roce de la yema de mis dedos, hasta puedo llegar a dominar el infinito: veo llover las Perseidas, los reventones y supercélulas... Las tendencias se mezclan con la muerte cansina; el hundimiento de la economía se enmaraña con el top 10 de las playas soñadas y el colapso político se amalgama con las fotos bonitas de viajeros por el mundo, con su colección de faros, árboles, desayunos o amaneceres mandarinas.

Todo, absolutamente todo, pasa por el cuenco de mis manos. Personajes reales o ficticios con los que jamás hubiera soñado tropezar: galería de poetas osadas, desfile de canallas de bar, filósofos deprimidos, malas madres, modelos con ciática, ganaderas en red, observadores de la violencia, enfermeras saturadas, editores psicoactivos, mujeres violeta o en bata, serenos de Madrid, infusiones creativas y escritores de subsuelo.

La mar de cosas atesoro en la batea de mis manos, donde por cierto, ha hecho costurón la quemadura y fogonazo de Beirut. No bien estábamos superando el impacto de la primera ola de Covid 19, cuando se alza ante nuestros ojos la crestería agitada, bullente y espumante de la segunda avenida. Pero no es eso lo que zumba en mi cabeza sino el terror de la onda explosiva que arrasó el puerto de Beirut, los cuerpos lanzados de sí mismos, la devastación desdibujando a sus novias embozadas... Imágenes que se clavan como alfileres en la pared del corazón. Precisamente Líbano, en la Biblia significa “montaña blanca”, por estar su cadena montañosa gran parte del año cubierta de nieve.

Del Líbano los lirios y los cedros. Un atrio de cedros empinando la copa de sus árboles hasta las nubes. Cedros del Líbano. Brotarán sus renuevos y será su esplendor como el del olivo. Por su majestuosidad, el cedro es considerado el príncipe de los árboles

¡Oh Beirut! No anidará más en tus cedros la belleza de tus novias blancas, ni habrá madera de tus cedros para el gran mástil del puerto. <<La voz del Señor rompe los cedros; sí, el Señor hace pedazos los cedros del Líbano>> leo en los Salmos. ¡Qué pena Beirut, de tanta espesura y no frondosa, de tanta negrura y no de bosques!!!

Una época ciega ésta que transitamos, época de limo, que diría el poeta Adonais en Asedio a Beirut; un fulgor, un destello de antología donde palpita el deseo del poeta de ver sus despojos convertidos en flores. Al fin y al cabo eso es un poeta, un hombre asediado que ante la fealdad sucesiva y continuada sólo ve un prado inacabable y constante de margaritas. Belleza a perpetuidad como la madera de ataúdes, artesonados y bajeles.

Se me hace insoportable este periodismo “intoxicado” e “intoxicante” que llena de virus la atmósfera de mi cuarto de lectura. Es un continuo enhebrar muertos y malicias. Un costurero lleno de hilos negros. Tirando del hilo se llega al Nilo.

Ni un sólo día de lirios blancos desde marzo.