Profesor

Es por su bien", aparentamos decir todos. Un 30 de junio de cualquiera de los últimos años, ante los mostradores de facturación de varias compañías aéreas del aeropuerto de Barajas, medio millar de chavales de 13 a 16 años esperan junto a sus padres, nosotros, el momento del embarque. Destino: Inglaterra o Irlanda. Al día siguiente, el doble. Y así en los primeros días de julio. En la zona europea del Imperio (británico, of course), en verano se habla español.

Con una mochila y una camiseta a modo de uniforme y varios monitores con el culo pelado de aguantar niños de papá cada verano (pero la pela es la pela), nuestros hijos aguardan, nerviosos, su futuro próximo: van a aprender (¡ejem!) el idioma del imperio, la lingua franca del siglo XXI, la condición sine qua non para ser algo o alguien en esta vida.

Van a pasar dos, tres o cuatro semanas en casa de una familia de la que los padres sólo conocemos el nombre y la dirección. Curiosamente, cuando en Cáceres nos piden permiso para pasar un fin de semana en casa de algún amigo, poco nos falta para exigirles certificado de pureza de sangre...

Van a recibir dos horas diarias de clases de inglés, distribuidos en niveles determinados por un examen que harán al día siguiente de su llegada (en muchos casos, a las 10 de la noche: ni siquiera han podido deshacer la maleta). Eso sí, en el programa hay una gran cantidad de actividades: visitas a la gran ciudad más próxima, Londres, Dublín, Manchester, etcétera, (en grupo, españoles todos), excursiones (idem), sesión de discoteca (idem), piscina cubierta (idem), alguna fiesta con barbacoa con las familias de acogida (¡qué bien, Mari Pili también viene, que son vecinos...!) y hasta un baile de despedida, con diploma y todo.

La comida, en el colegio, todos juntos. La mesa, puedo jurarlo, es inglesa. Los comensales, no, claro. La cena, en casa, menos mal: ahí aprenden a decir si les gustan las verduras, a qué hora cenan en España y si se van adaptando al país. O sea, conversación para el primer día. A partir de ahí (las siete de la tarde), nuestro estudiante se sienta a ver la tele en inglés (ni flores) o se va a su habitación a morirse de asco, hasta que consigue, sin ningún esfuerzo, permiso para salir con sus amigos (españoles, claro), hasta la hora en que Europa 15 les pone en contacto con su país (hoy he comido pollo con zanahorias, patatas cocidas, guisantes y judías verdes, puaff!!).

Hay quien llama a esto "inmersión lingüística". Desde mi humilde experiencia como profesor de idiomas, sólo concibo como tal la de los inmigrantes. Los alumnos suspensos en inglés o francés raramente reciben el premio del viaje al imperio a recomponerse. Y la metodología seguida en estos cursos me parece que deja mucho que desear.

Pero sí hay todo un componente social que nos lleva a participar en este juego absurdo y, en la mayoría de los casos, inútil. "Tengo a mi hijo/a en Inglaterra" añade un toque de distinción, un elemento diferenciador a nuestra mediocridad. Pagar dos o tres mil euros (más del sueldo y la extra de mucha gente) por un campamento pijo de verano no deja de ser, en mi opinión, una absoluta estupidez.

Y quien esto afirma, como habrán podido colegir, es especialista en idiomas y padre de niños en esta situación. ¿Contradicción?: Tan obvia como la autocrítica y el deseo de servir de ejemplo inimitable.

Porque hay cosas cada vez más incomprensibles. Por ejemplo: la Universidad de Extremadura organiza cursos intensivos de idiomas en septiembre, con profesores nativos y especialistas, dirigidos, sobre todo, a alumnos que, el próximo curso, vayan a Europa con una beca Erasmus. Pues bien, están a punto de ser suspendidos por falta de estudiantes. Cuestan treinta euros y darían créditos intercambiables por los de las asignaturas oficiales o parte de ellas. ¿Alguien puede entenderlo?

Hace ya algunos años, en Canterbury, mi amigo Mr. Dixie, propietario de una empresa organizadora de cursos de inglés para extranjeros, me hacía una reflexión tan realista como comercial: "Antes, nuestros alumnos eran holandeses, alemanes y austríacos, pero ahora sus profesores hablan muy bien inglés y los idiomas tienen preferencia en sus horarios; no nos interesa que cambien las cosas en España".

Los profesores españoles, no cabe la menor duda, son cada día mejores, pero la importancia concedida a los idiomas en nuestro país sigue siendo miserable.

Y añado un apunte: la nueva reválida española incorporará, según tengo leído, una prueba oral de idioma extranjero. Mi amigo y sus colegas se van a forrar...

Mientras tanto, esperaré ansioso, como tropecientos mil padres, la llegada de mi hija, en Barajas, la veré despedirse, llorando a moco tendido, de sus nuevas amigas y, por hacerme el gracioso, le lanzaré un hello, Toñina antes de descargar en mi abrazo la angustia, el vacío, la pena y la indignación que me he estado comiendo todo este santo mes. Y encima pagando...