Escritor

Ibarra tiene razón: Europa debe marcarse un destino más alto que el de mero medidor de higos. Pero Europa es una vieja ensaladera rebosante de nacionalismos donde ni siquiera la moneda común ha supuesto el aliño unificador que todos esperábamos, el toque maestro que hiciera del viejo sueño un plato compacto y exquisito. El euro, por sí mismo, es sólo la imaginería que han levantado los banqueros para plantarle cara al dólar, la tarjeta de visita de los que no entienden más hermanamiento que el que otorgan las tarjetas de crédito. Un símbolo mediocre con el que tapar la boca de los pocos europeos idealistas que van quedando, muerto Russell y muerto Ciorán. Y yo, como español, como extremeño, y puestos a elegir símbolos, me inclino por la fea simbología del higo. El higo extremeño es como la lágrima violeta, frágil y monstruosa del hombre elefante. No sirve su oscura apariencia para ser inmortalizada en el bodegón de nuevos zurbaranes, menos remilgados y escrupulosos; ni siquiera da juego su carne para formar triángulos escalenos en los estantes de las fruterías, al modo en que lo hacen las peras, las naranjas o las fresas. Porque todo en el higo, para su desgracia, es esencia, en este siglo donde la apariencia es un fin en sí misma. Nadie quiere bailar con la más fea, qué pena que su alma no se vea , decían los versos primerizos de Nando Juglar. Pero el alma del higo sí que se ve, le revienta las costuras del cuerpo y le chorrea a cuajarones por los costados, como diminutas perlas de miel que nadie se atreve a tasar. Avergonzado de su estampa voluptuosa, el higo extremeño se esconde en los fondones de las fruterías. Mientras tanto, Europa, como va a lo suyo, alza en triunfo al higo turco, menos dulce y sabroso, pero de más excelsa prestancia. Y es este triunfo, convertido en metáfora de la modernidad, lo que nos duele, porque sirve de excusa a la UE para recortar en 7 pesetas la ayuda a los agricultores, en un cínico donde dije higo digo trigo. Vence lo hermoso y lo terso, lo joven y lo aparente, lo somero sobre lo grave, y al mundo le dan tres higas si bajo una piel verde y plástica se agazapa una carne insabora y sin substancia. El hombre moderno es un autómata sobrealimentado de símbolos. "Sólo mediante una victoria sobre la imagen podremos encaminarnos hacia el ser desnudo, hacia esa seguridad sin amarras que llamamos liberación. Liberarse, en realidad, equivale a desembarazarse de la imagen, a despojarse de todos los símbolos de este mundo" dejó en alguna parte escrito Ciorán, ese genial pesimista que pensando en negro escribió clarísimo. Más que nunca, la imagen es hoy el clavo ardiendo al que se aferra una humanidad que se va quedando sin asideros. Los centroeuropeos nos miran el higo, supurante de miel, y sólo ven una excrecencia abominable. No estaría de más recordarles que fue a los pies de una higuera donde Buda encontró el Nirvana, y que sus ramas estrangularon a Judas. Pero los nuestros son tiempos difíciles. Tiempos en los que sería de agradecer que Europa cerrara filas sobre sí misma. Que de los estrados de Bruselas se marcharan los economistas, los abogados, los medidores de nimiedades hasta cederles su sitio a los derrumbadores de imágenes, a los forjadores de sueños nuevos, a los filósofos del higo. Pero no nos caerá esa breva.