No hubo milagro esta vez. La muerte le ha liberado de procesamientos penales que en algún momento le hubieran supuesto una cascada de sentencias en su contra. Ya no se cumplirá el sueño de verle sentado en el banquillo de los acusados escuchando la lectura de la condena judicial impuesta por cualquiera de las múltiples causas abiertas por sus delitos. Esa imagen no la van a poder vivir sus víctimas, los supervivientes de un genocidio que arruinó la larga tradición democrática de Chile. Pero el juicio de la historia y de la propia sociedad chilena en su conjunto ya le ha condenado para siempre. Augusto Pinochet ha muerto y los que ahora lloren su ausencia serán menos de los que su propia soberbia preveía, estómagos agradecidos que añoran tiempos oscuros de los que ellos fueron únicos beneficiarios.

Chile es hoy un país que ha sabido superar los lastres dejados por una dictadura militar de 17 años que pretendió condicionar a partir de su final, en 1990, el desarrollo de su democracia. La Constitución de 1980, el sistema electoral binominal, los senadores designados, el papel vigilante de las Fuerzas Armadas, la economía ultraliberal, la autoamnistía y la justicia amordazada eran los ejes de una estrategia diseñada para que nada pudiera ser cambiado sin el correspondiente permiso de quienes participaron en la instauración y sostenimiento del régimen de terror.

Ante tantos desafíos y obstáculos con trampa, los distintos gobiernos democráticos han sabido ganar batallas que parecían imposibles hasta hace poco tiempo; aunque sean muchos los que puedan considerar que han tardado demasiado en abrirse aquellas alamedas de las que habló en sus últimas palabras el presidente Salvador Allende .

Augusto Pinochet ha muerto viendo como Chile se transformaba en aquello que él más había reprimido, y consciente de que para siempre se hablará de él como un asesino que, además, aprovechó el poder ilegítimo conseguido por las armas para su corrupto enriquecimiento personal. Muchos de sus compañeros de milicia le han ido abandonando con un estruendoso silencio. Otros, aquellos uniformados que han salido de tribunales con condena firme por sus crímenes, no han escondido su rabia al sentirse olvidados y nada acompañados por su antiguo líder en su calvario judicial. Y los sectores civiles que siempre actuaron a la sombra de la dictadura militar, llevan años escondiendo sus viejas complicidades intentando evitar su evidente vinculación y participación en aquellos horribles crímenes.

XVISTO AHORAx en perspectiva, se puede convenir que hay un antes y un después de la retención de Augusto Pinochet en Londres. Fue la primera gran humillación para el viejo dictador. La compleja y peculiar transición política chilena quedó al descubierto a partir de aquel instante. Las heridas nunca cicatrizadas, cerradas en falso, quedaron en evidencia. Desde aquel día nada fue igual en un país demasiado acostumbrado hasta entonces a mirar de reojo su pasado reciente. Fue una catarsis. Nadie había imaginado antes de aquel 16 de octubre de 1998 que Pinochet podía ser detenido gracias a la solicitud de extradición formalizada por un juez de otro país. Tampoco era de prever que esa retención ejercería el efecto catalizador de cambio en el conjunto de la sociedad y las instituciones chilenas. Para siempre quedará la razonable duda de qué habría ocurrido si desde el Gobierno español de José María Aznar y sus fiscales Cardenal y Fungairiño se hubieran tramitado ante la justicia británica y el ministro Straw todos los recursos que el juez Baltasar Garzón había interpuesto.

El dictador regresó sonriente al escenario de sus crímenes más horribles, pensando que había llegado a su inviolable refugio, aparcando aquella silla de ruedas que servía de antídoto sensible para quienes pudieran compadecerle por una supuesta fragilidad física. La prusiana bienvenida de sus incondicionales uniformados provocó en él un balsámico efecto Lázaro que desenmascaró la temida farsa. Poco podía pensar, sin embargo, que el día después de su regreso a Chile, el juez Juan Guzmán Tapia pediría su desafuero ante la Corte de Apelaciones de Santiago para poder procesarle.

Aquella autoamnistía firmada por Pinochet no logró dejarlo todo atado y bien atado. Dejó un resquicio por el que han logrado deslizarse las víctimas de la represión para la legítima reclamación de verdad y justicia. Los abogados de derechos humanos demostraron que el delito de secuestro y desaparición de personas permanece en el tiempo hasta que no aparezcan los cuerpos. El mundo ha contemplado como un dictador ha preferido pasar por loco antes que asumir sus responsabilidades.

Ese ha sido su final. La historia ni le ha absuelto ni lo hará aunque nunca haya que olvidar el daño causado a su pueblo tal y como expresó con acierto el presidente Ricardo Lagos en noviembre del 2004, al dar a conocer el Informe Valech: "No hay mañana sin ayer".

*Director de la Fundación Casa América