El historial de Internet dice tanto de una persona como su biblioteca. Lo mismo que hay quien compra un libro para que haga juego con el color de las paredes o sigue pensando que lo mejor para el salón es una colección de clásicos sean quienes sean esos tipos, también hay quien adorna su ordenador con direcciones inverosímiles.

Vídeos de gatitos o bebés cantando, música inconfesable, noticias del corazón, sexo, contactos y un largo etcétera que cuenta mucho sobre nuestra forma de ser. Si era difícil rastrear la personalidad de alguien a través de sus lecturas (qué subraya, qué lee y cómo) ahora el rastro reluce como una calle de Las Vegas. Basta abrir el historial y se despliega una enorme lista de datos. Solo habría que consultarlos para saber si podemos fiarnos o no de una persona.

Quién se acercaría al que consulta páginas de explosivos o vídeos violentos, o quién que buscara romanticismo hablaría con el defensor del sado, a no ser un despistado lector del último libro de moda. Internet es el nuevo jardín de senderos que se bifurcan, vueltas infinitas en las que un navegante poco avezado puede dejarse atrapar por cantos de sirenas.

En el lugar donde se puede encontrar cualquier poema, leer casi todos los libros y conocer gente interesante, donde el intercambio de información es infinito y los saberes se multiplican, también aparece el que quiere llenar de bombas el campus, el que intercambia fotos de desnudos infantiles y el adalid de los insultos gratuitos. Nuestra pantalla refleja lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Entre tanta tentación, de la condena de la estupidez solo nos salva la cultura. Como siempre.