Pocas cosas hay que me hagan disfrutar más que el que me cuenten historias. Apoyar la cabeza en las manos, los codos en un velador, o reclinarte en tu sillón favorito, y esperar que el narrador comience. Los ojos se me entrecierran como los gatos a punto de ronronear y saboreo ese silencio inspirado antes del comienzo. Me embeleso como los invitados de la Baronesa Blixen o el sultán Shariar con los cuentos de Sherezade. No puedo resistirme a la voz que se abre paso tras el primer fotograma llamando la atención del espectador. Con La tentación vive arriba, Desayuno con diamantes, con Bogart mirándote directamente a los ojos para asegurarse que no te distraes... ya estoy capturada, inmóvil, siguiendo al personaje a donde quiera llevarme. La obertura de Rhapsody in blue, lleva inevitablemente impresa el acento de Woody Allen tras las imágenes en blanco y negro: «Capítulo uno: Él adoraba la ciudad de Nueva York». A veces las historias se cuentan solas. Permaneces atenta y ves desde tu silla, en cualquier cafetería, en un banco de un parque, en la butaca del teatro…, la vida pasar. Retazos de conversaciones, discusiones y gestos desabridos que separan los pasos, besos encendidos, besos primerizos, besos falsos, encuentros y reencuentros efusivos, tímidos, recelosos. Otras, son las ventanas las que las cuentan. Abiertas en verano dejan escapar gritos, quejidos y jadeos. En las noches, encendidas, es el perfil de sus habitantes quien narra sin palabras, un sketch cuyo final llega al doblar la esquina. Con las cortinas cerradas los protagonistas son como sombras chinas, ella se acerca a depositar una caricia sobre la cabeza de un niño, él elige un libro de un estante alto, ellos cenan delante de la luz azul del televisor. Desde los edificios altos en una gran ciudad se abisman diáfanas las películas que protagonizan los otros. Te rodean torres de apartamentos que desgranan a distintas alturas biografías anodinas, apasionadas, solitarias, y todas ellas son la semilla de un poema, de un relato o de una columna.