Para el año que viene, sin falta, yo me apunto a la moda del holywin, que tiene nombre de coche teledirigido o muñeca de cintura imposible. Esta vez me ha pillado por sorpresa la propuesta de disfrazarme de santa, pero desde ya mismo, voy preparando material para el próximo noviembre. Ideas no me van a faltar, eso es seguro.

El santoral está cuajado de sangre, sudor y lágrimas en forma de mártires que dejan con la boca abierta a cualquier muerto viviente de tres al cuarto. Así, sin pensarlo mucho, puedo elegir entre abrasarme como San Lorenzo (ahí veo yo el problema de ir cargando con la parrilla) o seguir la tradición más autonómica de Santa Eulalia. Ya veremos. Lo importante, como en Hacienda, es contribuir.

Menudos somos los españoles cuando se nos habla de causas perdidas. Lo mismo de aquí a un año desaparecen las calabazas y las brujas, y no volvemos a escuchar lo de truco o trato en la vida. Renovarse o morir, deben de pensar en Roma.

De ahí que ahora anden enredando con lo de la incineración. No tenemos remedio. Se nos da la mano y nos tomamos el campo entero, como si fuera orégano, para ir arrojando los recuerdos de nuestros difuntos.

No queda orilla de mar, cauce de río o paraje natural que no haya sido escenario de despedidas familiares. Y eso que lo de esparcir las cenizas tiene sus riesgos, sobre todo los días de viento.

Por eso, por nuestra salud, y para evitar cualquier malentendido panteísta, nihilista o naturalista, el Vaticano, además de regalarnos un diccionario, ha prohibido que andemos ensuciando el aire, el mar y la tierra y cualquier otro medio, que no aclara. Además, recomienda la sepultura, que supone demostrar un mayor aprecio por los seres queridos. Y da más juego y es mucho más práctica a la hora de la resurrección. El Vaticano, tan a la última. Yo no puedo estar sin él.