Escritor

Así de atinadamente tituló sus diarios el cacereño Pedro Romero Mendoza que ahora, treinta y cuatro años después de su muerte, ven por fin la luz en la Serie Rescate de la Editora Regional. Han cuidado la impecable edición el escritor Santos Domínguez y su mujer, Rosalía Ruiz. Merece la pena destacar su trabajo pues tuvieron que transcribir cuartillas manuscritas y añadir, para el esclarecimiento del texto, multitud de notas.

Se da cuenta en sus páginas de una vida estragada por la provincia. De una existencia gris en una ciudad no menos gris de la que Romero se salva gracias a su familia (su fiel Nela y sus hijos, uno de ellos muerto prematuramente) y, sobre todo, a sus libros, los que lee y los que escribe.

Nacido a finales del XIX, tres años antes que Borges, su obra (que publicó costeándose de su propio bolsillo o, ya póstuma, sufragada por sus herederos), como la mayor parte de la de sus coetáneos extremeños, participa de un rancio anacronismo que la hace avanzar hacia atrás, justo en sentido inverso a que lo iba haciendo la de los ensayistas, narradores y poetas del XX, un siglo decisivo para la literatura en general y para la española en particular.

No es eso lo que, como lector, me ha importado. Es más, confieso que he disfrutado sobremanera leyendo entre sus páginas esa ciudad que ya no existe (pero que uno atisbó de chico y hasta de mozo), conociendo a un hombre huraño, aprensivo y solitario cuyas trazas vitales y morales no me ha resultado difícil identificar entre algunos compañeros de gremio. "Mi gusto hubiera sido salir de esta ciudad", dice en un determinado momento y añade: "A medida que ha pasado el tiempo me he ido curando de esta propensión viajera".

Como todos los que permanecen encerrados en sus lugares de origen, Romero transita por él entre el amor y el odio. Nadie con verdaderos deseos de escapar describiría como si de un paraíso se tratase los alrededores de su cárcel. Ningún sitio, por otra parte, más apropiado para alguien que sólo aspira a vivir en soledad con sus libros que el Cáceres sombrío de los años treinta (pero que bien podrían ser el de los cuarenta y los cincuenta), detenido en el tiempo y estancado en la historia, donde apenas se cruza con otros raros como él. Jóvenes provincianos como Pedro de Lorenzo, Jesús Delgado Valhondo, Eugenio Hermoso o Diego María Crehuet. Las charlas en el Círculo de la Amistad, las monótonas paseatas por ese laberinto circular que cualquier pueblo antiguo acaba componiendo, la morosa contemplación de las estaciones, las estancias en el campo (sus elogios de la naturaleza están entre lo mejor del volumen) y las cavilaciones sobre los libros dan idea de lo que Romero Mendoza quiso que supiéramos de él. Sí, porque hay algo de impostura, de retrato al trasluz, de pessoano fingimiento en lo que nos cuenta. La segunda parte, no datada (la primera lo está en 1939, aunque en realidad debería estarlo en 1935) es decididamente novelesca. ¿Qué sino lucubraciones esos supuestos amores extramatrimoniales con la joven Beatriz? Ya se sabe: nada es lo que parece. Aunque Castra sea Cáceres; San Marcos, San Mateo y el paseo de Sagasta el de Cánovas.

Juegos de simulación aparte, no cabe duda que uno vislumbra al verdadero don Pedro tras las máscaras. Su peripecia se cifra en la anécdota de que su libro Siete ensayos sobre el Romanticismo español, premiado en 1954 por la mismísima Real Academia, fuera editado por la Diputación de Cáceres (de la que era funcionario) muchos años después.

Como él, sigue agotado.