Siguiendo el clásico estudio de Umberto Eco sobre la actitud hacia el desarrollo de los medios de comunicación de masas, Apocalípticos e integrados (1964), se han venido utilizando esos dos términos para definir, respectivamente, a quienes anuncian el fin del mundo con cada cambio cultural, y a quienes aplauden con entusiasmo acrítico cualquier aparente revolución.

Nunca me he considerado en ninguno de los dos «bandos», porque creo que el desarrollo de la sociedad humana debe estar abierto permanentemente a todo tipo de cambios, pero que esos cambios han de colocarse siempre bajo una óptica lo más crítica posible, con la voluntad de que no nos conduzcan a lugares donde no queremos estar.

Como soy de los que opina que la humanidad ha llegado a un punto de desarrollo en el que —aunque pensemos lo contrario— no queremos estar, hoy es más necesaria que nunca esa visión crítica que acompañe las transformaciones sociales, sin dejarnos llevar por el absurdo dogma de que todos los cambios son positivos. En algunos casos quizá sea tarde (hay mutaciones tan profundas que son difícilmente reversibles), pero la reflexión nos ayudará, al menos, a no cavar más hondo en nuestras contradicciones.

Entre las numerosas genialidades que Karl Marx regaló a las generaciones posteriores, en mi opinión la más valiosa de todas es el concepto de «alienación»: el trabajador de la era capitalista deja de afirmarse como ser humano para convertirse en mercancía. El Marx filósofo (el Marx más brillante, bajo mi punto de vista), tomando nota de las teorías contrapuestas de Demócrito y Epicuro, adelantaba así la problemática básica de la sociedad contemporánea: el alejamiento del ser humano respecto de su propia esencia.

La alienación marxista, de hecho, es la idea mejor elaborada de lo que hoy yo denominaría el «hombre desconectado». Desconectado de sí mismo, desconectado de su entorno, desconectado de la naturaleza, desconectado de todo aquello que nunca le debió ser ajeno.

Una de las vertientes menos estudiadas del marxismo, que lo emparenta muy directamente con las ideas más interesantes de Jean-Jacques Rousseau, es el valor de la naturaleza (hablando ampliamente del concepto) como el espacio en el que el ser humano se realiza más profundamente. Esto, aplicado a la sociedad postmoderna, no significa literalmente que todos debamos volver al campo y a los modos de vida primitivos, pero sí obliga a reflexionar hasta qué punto nos hemos alejado de nuestro origen y de nuestra esencia, y las consecuencias que eso está teniendo en nuestro desarrollo.

Quizá los dos elementos más obvios sean el cambio climático y la desconexión social provocada por el avance de las nuevas tecnologías. Los desastres naturales crecientes, debidos a una alteración del orden climático que ya nadie discute, ponen en riesgo la supervivencia del planeta y, por consiguiente, del ser humano. Las tecnologías que nos mantienen durante cada vez más tiempo conectados a la nube, nos desconectan crecientemente del entorno tangible, de ese «aquí y ahora» que todas las teorías del bienestar aconsejan (ya existen clínicas para la desintoxicación tecnológica).

Estas dos patologías son solo dos de los muchos ejemplos que podrían ponerse al respecto de lo que yo llamo «el hombre desconectado», y que sin duda Marx intuyó con lúcida precisión con su «hombre alienado». El capitalismo no solo ha invadido nuestro tiempo de trabajo, sino que también es ya dueño de nuestro tiempo de ocio y, por si fuera poco, el neoliberalismo financiero ha convertido el dinero en un conjunto de marcadores digitales, para poder manejar a su antojo, con un click, en cuestión de segundos, las vidas de millones de personas en todo el mundo.

¿Es esto lo que queremos? ¿Nos hemos resignado a ello, aunque no lo deseemos? Son preguntas que como seres inteligentes estamos obligados a formularnos. El mundo contemporáneo se encuentra en un círculo vicioso que hay que romper por algún sitio antes de que el sistema entero colapse. De esto escribiré otro día pero, de momento, pensemos en la gran paradoja: lo desconectados que estamos de lo importante, justo en la época de la historia en la que más conectados nos creemos.