Filólogo

Se homenajea ahora, con diversos actos, al poeta Rafael Alberti. Juan Manuel Rozas me inició en los misterios de la poesía del gaditano, en su palabra luminosa y transparente. Luego el profesor Rozas se fue para siempre y a mí no me quedaron ganas de seguir solo con la tesis.

Conciertos, exposiciones y actos culturales rinden merecido homenaje a Alberti y no es lugar común lo de merecido: a su regreso del exilio, el escritor fue zaherido por una derecha superficial que prefirió la anécdota a la palabra untuosa y hasta vejó su vida con la obscena presencia, a su muerte, de quienes amamantan ideologías que generan destierros. Hay una malsana tendencia a despreciar lo coetáneo, a no dar importancia a la persona y a los hechos de la persona con quienes se convive, por la accesibilidad; pero el tiempo le dará la altura que le corresponde.

Encontré a Alberti una mañana en Cáceres, paseando por Cánovas, con su melena blanca, su llamativa camisa, un despacioso paso y una mirada apaciguada sobre el aire y la gente, pero no le saludé, quizá para que las voces de sus marineros y sus ángeles no se ausentaran ante la brusca voz de un hombre de tierra adentro, o tal vez porque aquel personal andar tras él y el silencioso buscar y buscar entre sus poemas y versos se vio paralizado ante su repentina presencia.

El profesor Rozas me advirtió del subsuelo de cualquier verso: has de ver si insinúa más de lo que dice, si habla a algo más que a la razón del lector, si su forma más sencilla cela un dios invisible. Alberti, insinúa, habla, cela en sus versos de estero y luz, todos esos misteriosos entresijos que engendra la palabra precisa, el verbo exacto, el adjetivo justo, cuando convergen en ese inminente e inédito asombro del crear. Ahí es donde dicen que empieza el poeta: donde terminamos los demás. Y donde los demás debemos empezar, por ensancharnos el mundo, a rendirle homenaje.