La vuelta al cole suponía el feliz reencuentro con los compañeros y amigos de pupitre. Allí estaban de nuevo los Ayúcar , los Romero , los Tovar , los Maya , los Sáez , los Quintanilla de turno. Hombrecillos como yo que no levantábamos un palmo del suelo, pero con unas ganas tremendas de comernos el mundo, simbolizado entonces en el patio del recreo o en las aulas. Por lo general más altos y más bronceados, regresábamos tras el verano a nuestra segunda casa con el deseo apremiante de emborronar los nuevos cuadernos y hojear los libros que pulcramente habíamos plastificado. La vuelta al cole era --lo diré ya-- el regreso al paraíso, a ese lugar que compaginaba la competición deportiva con la fascinación por el aprendizaje, ese espacio donde dar rienda suelta a nuestra imaginación y a nuestras energías.

Quizá porque viví con tanta pasión aquellos años escolares que me ayudaron a formarme como persona, veo con desconfianza sistemas pedagógicos como el homeschooling , término anglosajón que podríamos traducir por "tú te lo guisas, tú lo comes".

El proverbio africano "para educar a un niño se necesita a toda la tribu" queda pulverizado con este sistema que entiende la tribu como un enemigo público --ajeno al hipercontrol paterno-- que podría favorecer que los hijos piensen de manera diferente a sus progenitores. El homeschooling parte de una idea jactanciosa y peligrosa: los padres, por el mero hecho de serlo, están capacitados para educar a sus hijos en todas las materias, sean las matemáticas, la gimnasia o la lengua. Y creen, además, que ellos pueden suplir con su encanto innato la camaradería con otros niños.

El aburrimiento y el gusto irresponsable por contravenir ciertas normas sociales es lo que lleva a estos padres compulsivos a negarles la escolarización tradicional a sus hijos. Un triste caso más en el que las ideologías chocan contra el sentido común.