Si la estrategia diseñada por el presidente de facto de Honduras, Roberto Micheletti, era llegar de puntillas a las elecciones de noviembre, ganarlas y, a partir de ahí, recomponer el reconocimiento internacional, el regreso de Manuel Zelaya a Honduras ha desmantelado el plan. Es más, ha reactivado la tempestad social desencadenada por el golpe de junio y ha puesto de nuevo al país al borde del descalabro porque es evidente que con Zelaya en la Embajada de Brasil, los partidarios de este en la calle y la policía de Micheletti aplicando el toque de queda cualquier salida no negociada de la crisis entraña graves riesgos. Es igualmente evidente que las sanciones aprobadas por EEUU, la UE y la OEA para inducir a Micheletti a recapacitar no han dado el resultado apetecido. Honduras es un país demasiado acostumbrado a la pobreza como para que la presión económica tenga efecto, e insistir en la fórmula con la imposición de nuevas restricciones castigaría sobre todo a los hondureños, condenados desde siempre a toda clase de estrecheces. De forma que el único camino para corregir la situación es forzar un pacto negociado antes de que terceros países se apliquen a manipular el conflicto. Y fracasada la mediación del presidente de Costa Rica, Oscar Arias, y asomada al escenario la diplomacia de trazo de grueso del de Venezuela, Hugo Chávez, solo Brasil da la talla para imponer una solución.