Cuando Barack Obama prestó juramento con la mano sobre la Biblia de Lincoln , en el lado oeste de la escalinata del Capitolio, estuvo cerca del lugar mítico en que Martin Luther King pronunció su frase memorable "Yo tengo un sueño", un anhelo que ahora se hace realidad y bendice la reconciliación racial 55 años después de que el Tribunal Supremo sentenciara la ilegalidad de la segregación. Una ceremonia que corona nada menos que dos siglos de combate encarnizado por los derechos civiles, como recuerda el senador Edward Kennedy . Por eso será el de ayer un momento de gloria inscrito en los anales.

Si el recuerdo de King resume la perseverancia y la fe, pero también la tragedia, el nuevo presidente, una vez acallados los timbales del cambio, tendrá que aplicarse concienzudamente a restablecer el prestigio de Estados Unidos, lema de su campaña y urgencia de su mandato. Hereda nada menos que dos conflictos (Irak y Afganistán), un Tesoro exhausto, una amenaza de colapso económico global, un incendio en Palestina y la "guerra contra el terrorismo" de su predecesor. Deberá darse prisa en las palabras y los actos si quiere superar su mayor riesgo: defraudar las quizá excesivas esperanzas suscitadas en todo el orbe.

XEL PODERx de la superpotencia, que imperaba tras la desintegración de la Unión Soviética (1991), se halla en horas bajas, si no crepusculares. Para levantar los ánimos, Obama propone un plan de salvamento, una especie de New Deal (inversiones públicas) en el estilo de Roosevelt (1933), pero depurado de sus errores más notorios y con rebaja de impuestos, que ya despierta rumores en las filas del Partido Demócrata y agita a los deprimidos republicanos. Será ejecutado por hombres curtidos que conocieron el éxito durante la presidencia de Bill Clinton , pero que ensombrecen las expectativas del cambio. El secretario del Tesoro incluso tiene problemas con el fisco.

Tras la tercera vía que ensayaron con relativo éxito Clinton y Tony Blair , insuflando una nueva sensibilidad social en la revolución conservadora de Reagan y Thatcher para granjearse las simpatías y el voto de las clases medias, los atentados terroristas de Al Qaeda crearon la angustia y la oportunidad para que los neoconservadores desdeñaran los asuntos internos y propulsaran un internacionalismo con botas que nos lega un panorama de ruinas y conflictos enconados.

Llegada la hora de la renovación, luego de casi seis años de pesadilla iraquí, Washington está en ebullición de planes, ideas y estrategias. Desde el Council of Foreign Relations, al que los maliciosos atribuyen la dirección de la diplomacia cualquiera que sea el presidente, se celebra la salida de Irak y se propugna la reorientación de la estrategia en el Gran Oriente Próximo, espacio de la petropolítica, incluyendo el diálogo con Irán e incluso con Hamás, pero con algún cambio sustantivo en la solución moribunda de los dos estados para alterar la infernal dinámica entre israelís y palestinos.

La secretaria de Estado, Hillary Clinton , aboga por una política exterior realista, fundada en "principios y pragmatismo, no en una rígida ideología", en la estela de Henry Kissinger , para revitalizar las alianzas y "reforzar el poder norteamericano". Pero, más que novedades, ofrece una restauración complicada por el triunvirato sobre el que se apoyará dialécticamente la diplomacia: Obama y sus asesores en la Casa Blanca, Clinton en la secretaría de Estado y John Kerry , excandidato presidencial y aspirante frustrado a esa secretaría, como presidente de la poderosa comisión de Asuntos Exteriores del Senado. Y sin duda aparecerán en el Partido Demócrata las tendencias aislacionistas que siguen a los periodos de introspección derivados de las grandes crisis, como ocurrió después de Vietnam.

Tenemos algunos indicios, pero no sabemos cuál será la estrategia. En contraste con el realismo militar de Clinton, Obama tiene predilección por el diálogo, el multilateralismo y la persuasión; es un adicto del soft power , de la teoría del profesor Joseph Nye que considera la buena voluntad y el diálogo como los heraldos de la influencia norteamericana en el mundo. Su plan de trasladar a Afganistán el principal teatro de operaciones no resulta convincente y parece poco ambicioso para los que esperan la gesta de restablecer la confianza, ese ingrediente tan sutil del poder, y salvar al capitalismo mediante una reforma audaz.

Kissinger es menos optimista, insiste en la acomodación de los objetivos a los recursos menguantes, plantea una disyuntiva de infarto: "El caos es la única alternativa a un nuevo orden internacional", afirma, y preconiza "una gran estrategia que supere las controversias del pasado más reciente", pero con la prioridad en la cuenca del Pacífico. Y aclara que el extraordinario impacto de la elección de Obama como presidente constituye una oportunidad, pero no es una política.

Luego del fracaso de la cruzada democrática de Bush, quizá sea conveniente que Obama eluda la tentación del gran designio, un plan glorioso respaldado por teorías alambicadas de los que suelen naufragar de manera sangrienta. El pragmatismo exige principios, pero también que los objetivos no desborden el ámbito regional para ser creíbles y eficaces. Porque no hay panacea universal para los conflictos geopolíticos, el reparto del poder y los múltiples dilemas de nuestras complejas sociedades.