Se había hecho tarde y por las calles apenas rugían los coches aunque se acercara ya el fin de semana, quizá un síntoma de que la diversión empieza a convertirse en lujo de un día cuando todavía aguanta el bolsillo. Pero las tripas de la gran ciudad seguían intactas, cumpliendo ese ritual del paso de las horas que refleja el pulso de la vida sin importar dónde estes. Había cruzado varias plazas, dejando bares abiertos atrás, camiones de la basura y taxis encendidos. Ellas, como figuras de escaparate, esperaban clientes en las esquinas de aquella manzana, en silencio, algunas con pitillo, otras con la mirada perdida. Formaban parte del escenario de las traseras de la avenida, tan normal como que la noche había caído hasta dejar las calles casi desiertas. Noche, solo noche. Tipos rebuscando en contenedores, luces en los portales hasta llegar a casa con la sensación de haber cruzado con éxito un río en medio de la gran ciudad.

Como quien sabe que existe otra orilla, el amanecer descubrió otro ritmo, otra pulsión. El tráfico, el ruido y la prisa, receta inconfundible para sobrevivir. Y, de nuevo, las horas, las calles y las plazas. Otras caras, mismas costumbres, pisar de nuevo las aceras y comprobar que poco había cambiado.

Fue quizá la mejor manera de descubrir que todos tenemos una realidad marcada por las horas. Usted, que nos lee bebiendo café por la mañana; ellas, que duermen después de una noche larga, el taxista que dejó atrás otra más de insomnio. Así, tantos y tantos ciudadanos que, sin mirar el reloj, guardan uno dentro, tan vital que resultaría brutal detenerse a pensar cuánto tiempo vivimos de verdad.