La sangre caliente lleva siglos emigrando. No pasamos de apeadero. Un destartalado apeadero. Eso es Extremadura.

Escribo abatido. Sin ganas. Con la desesperanza en el hatillo verdeblancoynegro de salir corriendo. Es la misma batalla siempre perdida. Perdida generación tras generación (y vuelta).

Escribo del tren. Y se llama abandono. Un tren de feria donde asustar a los niños antes de que crezcan y se compren la maleta de te irás y no volverás. El tren de la bruja nos descarrila por dentro. A escobazos. Una vez más. Retrasos, averías, incendios, accidentes... cada uno un sartenazo en el orgullo magullado de esta tierra magullada. En los ochenta desapareció el Ruta de la Plata y desde entonces la crónica del ferrocarril extremeño parece más bien un obituario. Extremadura, al fin y al cabo. Un apeadero destartalado. Un viaje sin retorno.

Ahora, acabado el estrangulamiento a que nos ha sometido el estado de alarma, RENFE (o sea, el gobierno) desata la pandemia trenicida en Extremadura: la mayor parte de nuestros trenes no volverán a recorrer sus rutas. Volverán si hay demanda, dicen los que deciden, que es como decir que sanseacabó. Quizá en eso tengan razón, no hay demanda. Ni la habrá. No hay trenes porque no hay viajeros, no hay viajeros porque no hay trenes. Los trenes son una birria porque no hay viajeros, no hay viajeros porque los trenes son una birria. Solo un apeadero destartalado.

Han suprimido las conexiones con Alcázar de San Juan y, por tanto, con el Mediterráneo. Han mutilado los horarios a Sevilla hasta hacerlos inútiles a la mayor parte de los viajeros. Valencia de Alcántara, otrora estación de alcurnia, ha quedado sin tráfico. Cáceres, Plasencia, Badajoz, Mérida... así hasta quince rutas. Del tirón.

Y eso no es lo peor. Lo peor no es la herida, sino el silencio. Lo peor no es el recorte, lo peor es que no he oído a nadie alzar la voz, a nadie protestar, a nadie, siquiera, patalear. O a casi nadie. Eso es lo infinitamente triste de esta tierra, de su sol, de sus dehesas, de sus gentes...

Cuando se trataba (cerriles y becerriles) de engordarles el caldo a los políticos hubo hasta manifestaciones en Madrid. ¡Qué lindo! No faltó de nada. Autobuses de gorra, bocatas de gañote, banderitas por la patilla... y el día libre para hacer compras en la capital. Horchata. Tenemos lo que nos merecemos. Y de horchata dos.

Ahora, por el contrario, el silencio durante estos cinco días ha sido tal que he llegado a sospechar que la noticia era, en realidad, un bulo. Ni un aleteo. Silencio en la estación abandonada. Nada. ¿Un bulo? No. Lo de siempre. La misma triste historia de siempre. Campos agostados que este verano no verán pasar trenes, que solo verán rebaños de ovejas (y solo oirán su manso balido).

¿Dónde están los que ayer regaban con dinero público las manifestaciones? Anuncios, autobuses, televisión pública, regalos, propaganda,... ¿Dónde? Ahora no toca. Ahora toca callar. Toca hincar la rodilla en tierra y la mirada en el barro. No oigo a las élites que dormitan a la sombra de nuestras encinas. No oigo los ladridos de caniche de los diputados al servicio del partido. No oigo a los flamantes y muy flamígeros presidentes de las diputaciones. No oigo al gobierno títere de Mérida.

No hay marcha atrás. Este año, con la liberalización de los servicios ferroviarios, el tren y Extremadura tomarán caminos separados. Puede que tengan razón y todo esto no sea sino el capítulo final de un gran despropósito. A duras penas se salvarán (tan cutres como deficitarias) eso que se ha dado en llamar «obligaciones de servicio público». Puede que ese sea nuestro destino... pero no tendremos perdón si no somos capaces de patalear, de proclamar a viva voz que queremos seguir viviendo en esta tierra. Si ni siquiera somos capaces de ese gesto mínimo no nos merecemos ni un solo guardagujas. Nada. Solo horchata (en las venas).