A veces es preciso hacer un alto en el camino, realizar un viaje retrospectivo hacia el interior de la memoria, buscar referencias que nos sitúen en el tiempo, lejos de aquella época a la que ya no pertenecemos, y que somos incapaces de percibir con estos ojos, recuperar de entre la bruma esas imágenes que los recuerdos nos devuelven recuperadas del olvido y cubiertas por una pátina de inevitable idealización.

No se trata de hacer un estudio comparativo a partir del análisis de dos realidades, la pasada y la presente, pero sí señalar cómo las sociedades modernas se han apartado deliberadamente de lo antiguo, abrazando un antropocentrismo de autosuficiencia tecnológico-científica, que va en detrimento del humanitarismo, olvidándose de las tradicionales formas de relación basadas en el trato afable, la conversación espontánea, la solidaridad intuitiva, cuando la palabra familia era un término genérico que abarcaba a mucha gente aun sin ninguna razón de parentesco, o cuando al cruzarse por la calle existía una cordialidad en los saludos, sustituida ahora por un convencionalismo gestual, más propio de quien camina envuelto en un halo inevitable hastío o de un hermetismo infranqueable.

Porque la indiferencia no es un viento ajeno al ser humano, es un humo que golpea, que se infiltra por entre las grietas de las relaciones personales, hasta acabar con los escasos lazos sobre los que se sustenta la convivencia vecinal, reduciendo la camaradería a una expresión lastrada, fría y equidistante, sustituyendo la amistad por una panoplia de vaguedades donde se han subordinado e instrumentalizado los sentimientos. Las prisas han acabado con todo aquello que nos hacía más humanos y asequibles, con aquellas improvisadas tertulias surgidas sin ningún motivo aparente, cuyo único objetivo era el de pasar el rato, hemos dejado de saborear el vino espeso y lento de los atardeceres. Mientras los espacios públicos se llenan cada vez de una mayor intransigencia y hostilidad, porque somos incapaces de soportar cualquier molestia o de sobrellevar el mínimo inconveniente sobrevenido, haciendo realidad aquella paradoja de que cuanto más corremos más lejos estamos de donde pretendemos llegar.

Hemos creado un mundo deshabitado de afecto, donde crecen las malas hierbas de un individualismo corrosivo con en el que deliberadamente hemos construido una muralla para protegernos de nosotros mismos. El hombre se ha quedado solo, en medio de la soledad absoluta, náufrago de sí mismo, agarrado a una tabla de salvamento que solo existe en su imaginación. Se han devaluado algunas palabras por la imposibilidad de mantener intacto el compromiso que las sostenía.

XSE NOSx han vuelto de corcho los sentimientos, se nos han entumecido con el aguardiente de los días, hasta hacernos parecer insensibles, distantes y ajenos. Ya no nos espanta el doble filo de algunas palabras, porque nos hemos habituado a verlas escrita en nuestro diccionario de cotidianeidad, compartiendo espacio con una nueva jerga de vocablos inventados para la ocasión. Las tradicionales transacciones comerciales basadas en la honorabilidad y en el valor de la palabra dada, han caído en desuso, porque es mínima la confianza que nos tenemos los unos a los otros, ahora lo que priman son los avales, las garantías, los presupuestos y la firma al lado de cualquier documento.

Ladrillo a ladrillo, hemos sido capaces de construir una sociedad más libre, donde se han alcanzado inimaginables cotas de derechos individuales y sociales; los burócratas han reconvertido su actitud de violencia verbal, después de haber hecho un cursillo de amabilidad acelerada, pero con todo, no hemos conseguido aprobar la asignatura de las relaciones humanas, porque nos hemos acostumbrado a pasar olímpicamente de lo que no nos afecta, refugiados en esa torre de marfil de la individualidad, desde cuyas ventanas de aislacionismo podemos ver cómo alguien muere en medio de la oscuridad, mientras la vida continúa sin que nadie eche de menos a nadie, o cómo algunas personas agonizan tendidas en medio de la calle, ante la mirada indiferente de cientos de transeúntes que vuelven la cabeza hacia otro lado, como si las desgracias ajenas no nos obligaran a nada, como si de repente se hubiera agotado el agua toda de la fuente del humanitarismo.

En un ejercicio de cinismo hemos derribado uno a uno los muros de cuanto quedaba, porque los asociábamos a una época dominada por el pensamiento único, pero hemos sido incapaces de sustituirlos por otros nuevos, y nos hemos quedado perdidos, sin raíces y sin tradiciones, consintiendo que la sociedad vague como un barco a la deriva, sin bitácora y sin rumbo.

Sin pretender caer en un pesimismo antropológico, estamos siendo testigos de un cansancio generacional, de una abulia que nos obliga a pagar ciertos peajes, porque frente a esta sociedad que bosteza, se levantan los estados carenciales y depresivos, la angustia, la soledad no deseada, la ansiedad que victimiza, sometiéndonos a tener que soportar cada mañana, la contemplación de nuestra propia imagen reflejada en un espejo sin azogue, que nos devuelve impasible la mirada nítida de nuestro propio vacío existencial.

*Profesor