El descalabro económico iniciado en el 2008 con las bancarrotas en EEUU produjo la caída europea de la producción y el estancamiento del crecimiento en los grandes países asiáticos. Las repercusiones para España --explosión de la burbuja inmobiliaria y vertiginoso aumento del paro-- son dolorosamente conocidas. Han sido peores que las de otras economías, en fase de recuperación, sin que la nuestra salga aún del marasmo. A pesar de la imagen popular, nuestra industria está aún peor que la construcción. Somos el enfermo de Europa. Es un momento excelente para pararse a pensar.

Estamos ante una recesión, no una crisis. El terreno está bien abonado para que oportunistas, deshonestos y especuladores se conviertan en diana de la indignación popular. Mas la atención que reciben los estafadores no debería distraernos de que, por mucho que hayan robado desde sus puestos de responsabilidad política o pública, no son la causa de la recesión. Esta obedece más a razones cíclicas de mercado que a otra cosa. Moralizar la economía es marear la perdiz.

La presente recesión, superior en gravedad a la que trajo la guerra del Yom Kippur, con el alza de precios del crudo en 1974, e infinitamente menos grave que la del año 29, está dejando notables huellas a su paso. Incapaces como somos de modificar el sistema de raíz, una primera repercusión ha sido la franca reanudación de la función estatal en la recuperación económica. El ejército neoliberal se bate en retirada (momentáneamente, no se hagan ilusiones) ante el súbito despertar de la fórmula socialdemócrata, que tantos daban por muerta. La fórmula cuyo acoso y derribo ha constituido el objetivo neoliberal, perseguido con gran brío e inquebrantable fe desde los tiempos de Reagan y Margaret Thatcher por las esforzadas huestes de la privatización universal.

Debemos reconocerles el mérito: hasta China, enfundada en su corsé maoísta, ha caído de hinojos ante el dios del capitalismo. La recesión de 1929 trajo sangre, sudor y lágrimas en guisa de terror fascista o estalinista, hambrunas, genocidios y una descomunal guerra mundial. Lo de ahora, merced a la combinación de responsabilidad pública, intervencionismo y pragmatismo, es mucho menos grave: la denostada fórmula del socialismo democrático (¿hay otro?) ha dado algunos resultados. Hasta el presidente de EEUU, Obama, inicia un ciclo de respetuosa intervención pública, como muestran sus planes para adecentar la sanidad.

La fórmula socialdemócrata no es nada si no viene acompañada de coraje político. Los gobiernos que tienen la misión de defenderla deben saber que de ellos se esperan medidas que desagradarán a muchos de sus propios votantes. Así, no pocos analistas económicos a quienes nadie puede acusar de ser de derechas están exigiendo ya una revisión estructural del mercado laboral. Si hundimos a las empresas, no saldremos de esta.

Tal revisión debe ir acompañada de una verdadera ofensiva para la creación de más y mejor capital humano, paralelamente a un plan severo de reabsorción de la fuerza laboral a través de la capacitación de los desempleados, combinada eficazmente con políticas sociales que los sustenten solidariamente. Hay ejemplos en Europa suficientes para que nadie piense que se trata de una idea utópica. El coraje incluye el rechazo a apoyar industrias que polucionan y no mejoran el ambiente: no se debe promulgar una ley para la economía sostenible con una mano y, con la otra, apoyar la que no lo es.

La recesión está dejando sus huellas. La inmigración de braceros sin cualificación disminuye. La cautela se impone sobre el número de hijos que desea tener la ciudadanía. Las listas de quienes, atemorizados por la intemperie del mercado, prefieren entrar en el funcionariado siguen creciendo.

Hasta los economistas, que ayer hablaban irresponsablemente de una "nueva economía" pensando que la aparición de internet había transformado su naturaleza más íntima, miran ahora hacia otro lado. (Inclusos varios premios Nobel, que demostraron la insolvencia de sus modelos para enfrentarse con las fuerzas imposibles de matematizar).

Una de las repercusiones más graves de la recesión es que los gremios y corporaciones que defienden intereses sectoriales se atrincheren aún más en sus privilegios y chantajeen a gobiernos que creen tener en sus manos. Estos deberían saber enfrentarse hasta con sus supuestos amigos. La retórica hiperbólica del interés general para luego justificar rendiciones incondicionales a sectores muy sectoriales --valga la triste redundancia-- es una claudicación que los amigos de la socialdemocracia no deberían perdonar.